Corría el año de 1974, en Otavalo, la apacible ciudad donde nací. Tenía cinco años y pertenecía a una familia que adoraba la música. Mi padre, amante de la música nacional, me había impresionado desde siempre, por su virtuosismo en la guitarra y sus instrumentos habían capturado mi atención y sensibilidad.
Un año antes (aunque suene precoz) -del acontecimiento que voy a contar-, me había aventurado a escuchar muchísimos long plays (discos de vinilo) que se encontraban en el mueble principal de la sala de mi casa; en ellos había de todo, desde música clásica hasta ritmos tradicionales de la cultura americana. Había uno en particular que tenía la magia de “hacerme volar” en cada uno de los temas grabados. Me permitía imaginar otros universos repletos de fantasía, podía hacerme sentir como parte de aquellas sensaciones que no son independientes a cada uno de los sentidos, sino que se las percibe con los cinco sentidos, en conjunto, y con el corazón latiendo a mil. Era tan fuerte la atracción que esas composiciones musicales tenían sobre mí que, muchas veces, prefería escucharlas en desmedro del tiempo a compartir con los amigos y la jorga del barrio.
Recuerdo dos temas en particular: “Adagio” del compositor italiano Tomaso Albinoni y “Dos Guitarras”, canción popular rusa de autor desconocido. Esta última constaba en una grabación precisamente en guitarra y fue la que me incentivó a intentar imitar sus sonidos en un requinto que era el instrumento que adoraba mi padre. Unos días después, aunque sin técnica alguna, era capaz de interpretar la canción casi por completo, aunque de forma melódica, no armónica, es decir, un sonido a la vez y muchas de las veces, deslizando tan solo mi dedo índice por entre las cuerdas.
Esto lo había logrado en perfecto secreto, sin que mis padres se dieran cuenta, sobre todo, por el riesgo que implicaba que un niño tan pequeño manipulara sin su consentimiento un instrumento musical de tanto valor. Pero llegó el día en que de forma furtiva, mi padre descubrió mi inclinación hacia la música.
Retomando el párrafo inicial, en el año 1974 (no recuerdo el mes en particular), llegó una caravana de un programa infantil a la ciudad de Otavalo. Dicho programa era famoso, aunque a estas alturas no recuerdo su nombre. Con la gallada del barrio fuimos a las 11 de la mañana al parque Copacabana, donde se presentaría un grupo de payasos y concursos. Mientras estábamos como espectadores, desde un graderío improvisado, el animador del evento preguntó textualmente: "¿Algún niño sabe cantar o tocar un instrumento musical?”. Palabras mágicas que llegaron a mis oídos y sin dudarlo, ¡levanté mi mano!
Se acercó a mí un señor (supongo era el productor) y me preguntó si me gustaría participar en el programa, a cambio de algunos premios. Le dije que sí, pero que debía ir hasta mi casa para traer la guitarra; él accedió. Salimos con dos de mis amigos, como rayos rumbo a mi domicilio, entré sin que nadie se percatara y secuestré el requinto adorado de mi padre. A toda carrera regresamos a la plaza y llegó mi turno. Subí al escenario y toqué “Dos Guitarras”, el único tema que sabía interpretar (por así decirlo).
Cuando había transcurrido menos de un minuto de mi interpretación, pude divisar desde el escenario a mi padre, que me miraba estupefacto desde el público (al ser Otavalo una ciudad muy pequeña, le comentaron que yo corría por las calles con su requinto en brazos). Al terminar mi interpretación, recibí varios regalos por parte de los organizadores del evento y sobre todo, el aplauso del público, ¡qué sensación! Mi padre me esperaba al bajar las escaleras y de seguro, tenía sentimientos encontrados: rabia contenida, porque no le pedí autorización para llevarme su requinto y a la vez, una emoción y orgullo grande al ver a su pequeño hijo que, de una u otra forma, seguía sus pasos en el amor hacia la música.
Al llegar a casa me abrazó fuerte y le comentó a mi madre lo que había ocurrido. Desde ese día, se convirtió en mi profesor particular de guitarra y estoy seguro, que fue el evento que me “condenó” a continuar en la música hasta hoy, a mis 51 años. Con ella rindo homenaje a mis padres, a mis amigos, a ese Otavalo que me vio nacer, a la fantasía, a los sueños y a la historia…
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