Era costumbre en casa ir a los almuerzos de Año Nuevo donde mis primos, en la Modesto Jaramillo y Juan Montalvo. Después del almuerzo, todos salíamos rumbo a la quinta El Rosario, una finca de mis primos, donde pasábamos la tarde la gente grande y menuda, divirtiéndonos entre familia.
Para llegar a la quinta, que quedaba en el barrio La Joya, teníamos que cruzar la Panamericana Norte, que estaba en plena construcción, por lo que la carretera estaba llena de brea y los trabajadores estaban dispersos por el lugar.
Cuando cruzaba la Panamericana, en lugar de evitar la brea, decidí caminar sobre ella. Al hacerlo, sentí que mis zapatos se pegaban al piso como plomo y, al levantarlos, tenían en la suela una especie de goma de mascar negra que se extendía mientras más alzaba los pies. Volví a pisar la brea y volví a sentir cómo mis zapatos se pegaban al suelo, cómo aparecía una especie de chicle negro. ¡Qué experiencia! A los ocho años, sentí la emoción más grande de mi vida.
Cuando salí del lugar, nadie se dio cuenta de lo que había vivido, pero cuando llegamos a la quinta, en un par de minutos, todos vieron que tenía brea salpicada por todo lado: cara, cabello, brazos, piernas, traje y por supuesto, zapatos.
Me gané una paliza por aquella experiencia trascendental, la ropa era nueva y me la habían dado por Navidad.
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