Creo que el gusto de socializar con personas mayores, lo tengo desde niña. No tendría más allá de 8 años, cuando me percaté que un grupo de señores se habían reunido en el segundo piso de la casa de mis padres, frente al antiguo “Mercado 24 de mayo”.
Extrañada, pregunté a mi madre qué ocurría y por qué se reunían esos señores allí. Mi madre, la señora Angelita, me respondió que esos caballeros eran nada más y nada menos que los amigos de mi padre y que estaban fundando el Club de Tiro, Caza y Pesca. Prosiguió con otras explicaciones que, en ese momento, no comprendí. Pero lo que sí me quedó claro fue su advertencia: “Cuando vengan los señores a casa, no se te ocurra hacer ruidos, bajar o subir las gradas y peor aún, asomarte al cuarto de sesiones. Ni ahora ni ningún otro día, ¿entendiste, hija?”.
Con el pasar del tiempo, de tanto verlos llegar a casa, fui haciéndome su amiga. Me llamaba la atención lo altos que eran, también su espesa barba y su escaso cabello. Un par de señores tenían pinta de gringos. En fin, cuando llegaban, ya saludábamos con mucha naturalidad y algunos hasta me pasaban la mano sobre la cabeza.
Un día le pregunté a mi madre quiénes eran esos señores. Me dijo que eran los médicos del Hospital San Luis de Otavalo (doctores: Manciati, Miranda, Gavilánez, Sánchez, Cevallos y los hermanos Endara) y los comerciantes de Otavalo (señores: Nicola Krajevic, Juan Moreano, René Rodríguez, Nelson Echeverría, Lizardo Aguilar, Franklin Haro, Heriberto Moreno, Pancho Cepeda, Guido Haro, Joaquín Sandoval, Alberto Bueno y mi padre, Ángel Rueda).
En ese momento, qué difícil fue retener tantos nombres, pero con el tiempo, la tarea se tornó fácil por la frecuencia con que los saludaba y me despedía. Mi madre siempre me recomendaba hacerlo: “Salude, hijita: despídase, hijita…” Entonces, yo decía: “Buenos días, doctor Manciati: buenos días señor Echeverría; hasta luego doctor Cevallos; hasta mañana señor Cepeda...”
Un día decidí olvidarme de la advertencia de mi madre y entrar al salón de sesiones, aprovechando que alguien hacía la limpieza del lugar. Lo que vi me dejó boquiabierta y si no grité fue porque tenía miedo de que mi madre, al escucharme, bajara del tercer piso a retarme.
Una colección de animales disecados colgaba de las paredes de todo el salón. Los más terroríficos eran un cóndor, que solo había visto en los libros de la escuela, y una cabeza de venado. Entonces, entendí lo que un día escuché a mi madre decir: “La curiosidad mató al gato”. Temblando del miedo, salí del lugar y me prometí que no volvería a entrar al salón por unos días. Mucho tiempo después conocería que el señor Guido Haro era el encargado de disecarlos.
Años más tarde, los socios dejaron de reunirse en el salón de la casa. El Club había crecido y con el trabajo de todos, habían logrado construir su propio local, a orillas del Lago San Pablo. Para ese tiempo, algunos socios se habían marchado de Otavalo, como ciertos médicos del Hospital San Luis de Otavalo. Los hijos de quienes aún permanecían en el Club, empezábamos a tener nuestra propia participación y espacio social. Fueron renombradas las fiestas de gala que el Club organizaba durante la Fiesta del Yamor.
Muchos años después, un fin de semana que estaba en casa de mis padres, con sorpresa presencié, cómo los socios fundadores del Club de Tiro, Caza y Pesca volvían a reunirse en el salón del segundo piso. Extrañada le pregunté a mi madre qué ocurría y por qué se congregaban otra vez en casa. Mi madre me respondió: “Hija, está naciendo La Cámara de Comercio de Otavalo”.
Fotografía: Marcelo Esparza Cisneros