Lo más inesperado e inverosímil puede suceder en la mágica noche del pregón de las Fiestas del Yamor.
Corría el año 1976, cuando yo cursaba el segundo año de secundaria y tuve el honor de ser elegida, junto con otros jóvenes, para representar al barrio Punyaro en el carro alegórico que desfilaría esa noche tan especial. La noticia me llenó de emoción y a partir de ese momento, todo en mi casa fue un torbellino de preparativos y nervios.
El día del desfile, desde muy temprano, la expectativa se apoderó de todos. Mi familia se movía de un lado a otro, asegurándose de que todo estuviera listo. Mi prima Gladys Rueda llegó por la tarde para ayudarme a maquillar y cuando terminó, me miré en el espejo y me sentí lista para la gran noche. El vestido rojo que llevaba era impresionante, elegante y vibrante, acompañado de unos zapatos altos a juego que completaban el conjunto. Todo estaba en su lugar y mi caballero, el Tocayo Galarza, ya me esperaba, impecable y listo para el desfile.
Subí al carro alegórico y desde allí contemplaba Otavalo, resplandeciente bajo las luces y envuelta en la música que llenaba el aire. El carro avanzaba lentamente, lo que hacía que el desfile pareciera interminable, pero cada momento lo sentía como sacado de un sueño. Las calles estaban llenas de personas que aplaudían y celebraban, mientras yo, desde las alturas, disfrutaba de cada segundo de aquella experiencia.
Cuando finalmente terminó el Pregón y bajé del carro alegórico, sentí un leve tirón en mi vestido y escuché el sonido inconfundible de la tela rasgándose. Miré hacia abajo y vi que el lado derecho de mi vestido se había roto. No podía entender cómo había ocurrido, pero inmediatamente agradecí que aquello no hubiera sucedido antes de subirme al carro, lo que hubiera sido un desastre en medio del desfile. Aunque dolida por el vestido, que me parecía tan hermoso, me dispuse a reunirme con mi familia.
Mis padres y hermanos me esperaban al final del desfile, listos para caminar de regreso a casa. Mientras les contaba lo sucedido con el vestido, en un descuido, pisé mal, y para mi sorpresa, el tacón del zapato derecho se rompió. De repente, me quedé ahí, en medio de la calle, con el vestido rasgado y el tacón roto en la mano, sin poder caminar adecuadamente. Fue entonces cuando escuché las carcajadas de mi familia. Entre risas y bromas, se burlaban cariñosamente de mi mala suerte, pero en lugar de enfadarme, sus risas fueron tan contagiosas que me uní a ellas.