Por: Alfonso Martínez de la Vega

 

Allá, a comienzos del siglo XIX, existía el cementerio en los terrenos del convento de Santo Domingo, precisamente en el solar que hoy ocupa la escuela “América” y donde se proyectaba construir el Estadio Municipal.

En este Campo Santo reposaron los restos de toda la ciudadanía ibarreña fallecida por aquellos tiempos.

Por el año de 1900 azotó a la ciudad de Ibarra y a sus vecindarios una terrible peste de sarampión. Fue tan atroz este azote que no perdonó edades, dignidades ni gobierno. La mortandad cifró una cantidad fabulosa. En tales circunstancias el referido cementerio no dio cabida a muchas sepulturas, por haberse llenado completamente. Entonces se rehabilitó el actual Cementerio de la Hermandad Funeraria de San Francisco, que apenas empezó a funcionar para dar sepultura a varios gamonales de la urbe. El cementerio de nuestro cuento quedó abandonado quedando como recuerdos unas pocas bóvedas viejas y empíricas.

En la administración del General Plaza, en los años de 1901 a 1905, se dictó la Ley de “manos Muertas”. Esto es que, todos los bienes que pertenecían a frailes o monjas pasaron a ser propiedad del Estado.

Así fue como la Asistencia Pública tuvo, para su administración, todas las haciendas y terrenos de propiedad conventual. Por esta Ley este viejo y tradicional cementerio, convertido ya en cementeras del convento de Santo domingo, fue también desapropiado, con toda la extensión que quedaba al occidente del callejón de entrada norte de la ciudad, que existió por aquellos tiempos. Esta vasta extensión pasó a los dominios del Cabildo Ibarreño, y lo tiene  hasta la actualidad.

Como hemos dicho, para recuerdo de este cementerio, existían unas bóvedas en destrucción, para el cuento de nuestra tradición.

Estas bóvedas quedaban a poca distancia del cementerio que salía desde la subida, por el Batán, o de los Molinos. En este lugar y a la izquierda existió una “Casa Posada”, de propiedad de los mismos frailes dominicanos, situada al pie de los al alfalfares. Era el Tambo obligado para los arrieros norteños o pastusos que venían a la ciudad. Muy cómoda la posada pues siempre el arriero encontraba asilo para él y pesebreras con alfalfa para sus acémilas.

Era costumbre de los buenos arrieros de aquellos tiempos traer telas finas de Colombia, varios artículos de lujo, así como su tentador fardo de frihambre, o el “cucabe”. Cualquiera de nosotros ambicionaría una porción de este cucabe tan sabroso, consistente en tostado de manteca, fritadas, las rosquillas mantecosas, el infaltable pinol, los gordos y mantecosos panes, etc., etc.

El número de arrieros empezó a decrecer notablemente. Pues cundió la noticia que de esas bóvedas salía un fantasma ardiendo en llamas y que ponía en fuga a los durmientes arrieros.

En verdad, entre la media noche, los arrieros eran despertados de su profundo sueño por el retintín de una campanilla. Por curiosidad salían a ver qué es lo que pasaba con aquella campanilla y a esas horas. El espanto subía de punto hasta dejar helados y mudos a los curiosos arrieros.

El fantasma, que era un bulto alto, cubierto por una manta negra, dejaba ver las llamas que arrojaba por los ojos y boca. Armado de esta campanilla, y a toques fúnebres, avanzaba lentamente hacia los curiosos, en ademán de atraparlos con sus brazos abiertos.

La fuga de los espantados forasteros no se hacía esperar, sin importarles dejar todo adentro del cuarto de la posada. En el colmo de su espanto y nerviosismo, avanzaban a la ciudad a pedir posada donde quiera o se amanecían rondando por las silenciosas y oscuras calles, hasta que venga la luz del día, para regresar en pos de sus cargas y de sus mulas. Con gran sorpresa veían los incautos pastusos que había desaparecido el fardo de su cucabe, las telas y todas  las cosas manejables  y de valor.

Esta escena se veía repitiendo por algún tiempo. El miedo cundió en los caminantes quienes preferían quedarse, en Aloburo, el Olivo, o donde sea antes que llegar a la Posada de Santo Domingo. Pero, bien se dice: “No hay deuda que no se pague ni moneda que no pase”. Roberto un pastuso de aquellos que hacen temblar al mismo infierno por su arrojo y valor, sabedor de este cuento del aparecido del cementerio, armó su viaje a la capital de Imbabura. Vino con todas las de Ley de viaje.

Solo y muy solo desmontó, a las cinco de la tarde, en el patio del acostumbrado Tambo de Santo Domingo. Ató sus mulas en las pesebreras, las puso buenas raciones de alfalfa. Entrada la noche encendió su vela de sebo; hizo su cama con sus gruesas cobijas y se entregó al sueño. Tan tranquilo estaba.

Las doce de la noche daba el reloj público de la ciudad. La campanilla de siempre, con sus fúnebres retintes despertó a nuestro valiente Roberto.

Ya está el fantasma de los diablos, se dijo. Veremos si se hace el machito conmigo.

Dicho esto, se armó de su gran ashal, o fuete de los arrieros y salió al patio. Otro que no hubiese sido este intrépido Roberto, hubiese hecho lo mismo, poner patas en polvorosas, con los pelos de punta e ir a amanecer sabe Dios por dónde.

Allí venía el fantasma, alto, muy alto, cubierto con una manta negra. Echaba llamas por ojos y boca. Avanzaba solemne y miedoso, con los brazos abiertos hacia el forastero. Éste le esperó, sin antes dejar de sentir algún pequeño rasguño de nervios. Fuete en mano, allí esperaba. Esta vez parece que el Fantasma quiso espantar de veras a Roberto. A la vez que avanzaba, emitía voces guturales, como las de ultratumba. Sereno, pues,  Roberto, no cedía un paso de su lugar de espera. El fantasma, al ver que este no corría, llegó hasta ponerse pocos pasos de él. Entonces cogió en mano izquierda el ashal y preguntó:

Alita… Alita… eres de este mundo o de la otra…

De la otra. Estoy en los infiernos, respondió el fantasma con una voz ronca que en verdad debió causar espanto.

Alita… sea de donde quiera ¡Carajo!, ¡Toma! ¡Toma… toma fantasma de mierda, respondió el pastuso, a la vez que descargaba fuertes latigazos, los que caían en cuerpo cierto.

A los primeros latigazos cayó la calavera convertida en pedazos, así como la esperma que arrojaba las llamas y aún mantenía encendida la mecha.

Como seguía la descarga de la tremenda tunda, en los lomos del fantasma, éste, rendido por los dolores se hinca de rodillas ante Roberto y le dice: “Por favor, no me mate. ¡Por piedad!...”

Alita, alita… si eres un puendo bandido, ¡toma! Y le descargó otra tunda no menos fuerte.

Por piedad, no me mate Ud.

¡Carajo! Entonces ¿quién es Ud. so mierda, que se hace el fantasma… ¿y por qué hace esto?

Soy un pobre padre de muchos hijos. Hago espantar así, a los arrieros para tener con qué comer, señor. Le pido perdón.

Conmigo las pagas, so ladronazo. Y sin más tardar le ató con la vela del fuete por el cuello, y así lo condujo a la ciudad para entregarlo a la Policía.

Pues, este fantasma, cuyo nombre mantienen en reserva los abuelos, por mucho tiempo aprovechó de su treta para adueñarse de muchas cosas de sumo interés y valor, con cuyo fruto, en verdad, alimentaba a su familia.

Y… ¿cómo era esta treta?

Nada más sencillo que usar una gran olla de barro, en forma de calavera, con orificios en los ojos y una gran boca con dientes desiguales. Dentro de este artefacto colocaba una vela encendida, la que se la calaba en la cabeza, y en la oscuridad, simulaba casi fielmente un demonio echando llamas, una gran manta negra cubría el cuerpo, su campanilla completaba el fantasma.

Pues que, desde la gran paliza de Roberto, no volvió a aparecer jamás por aquellos trigos nuestro vivísimo padre de familia. Los arrieros reanudaron su posada y siempre estuvieron agradecidos del atrevido Roberto.

 

Leyendas y tradiciones de Ibarra, Editora Porvenir, Centro de Ediciones Culturales de Imbabura, 1988.

 
 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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