Por: Hugo Garcés Paz
Era el año de 1868. Los seis mil habitantes con que contaba Otavalo estaban dedicados a un trabajo tesonero en pro de sus familias y de la comunidad.
La plaza principal en que se celebraban las fiestas de la ciudad y la corrida de toros anual se halla rodeada por edificios, algunos de ellos de dos pisos. A una cuadra estaba la iglesia de San Luis, construida de cal y ladrillo en una sola nave, en uno de cuyos extremos se encontraba la capilla del Señor de las Angustias. Entre la plaza principal y el templo estaba el cementerio con los restos de los antepasados ya que para inhumaciones recientes existía otro al pie de la colina de Imbabuela.
Formando ángulo con la parte posterior del templo de San Luis se hallaba el Convento de San Francisco, a cargo de los Padres Franciscanos, contruido con corredores espaciosos de arquería en cuyo centro se hallaba un jardín bien cultivado, en medio del cual se alzaba una cruz de piedra.
A poca distancia de los anteriores se hallaba el tempo de “El Jordán”.
Entre los edificios públicos cabe destacar la Casa Municipal y las dos escuelas, para niños la una y la otra, para niñas, dirigidas por religiosos.
Como buenos devotos de la Virgen del Tránsito, el 14 de agosto habían celebrado las vísperas, con banda de música, vacas locas y fuegos artificiales, y el 15 asistieron a la misa de la fiesta. No cabría interrogar quiénes asistieron, porque sería una labor por demás extensa. Lo que se podría preguntar es quiénes no asistieron.
Hacia las tres de la tarde se produjo un ligero temblor, en medio de un corto aguacero que alarmó a las gentes, y más aún cuando un señor de apellido Santander, montado a caballo recorría las calles, una y otra vez, anunciando a gritos que aquella noche no debían acostarse porque habría terremoto. Le creyeron loco que, asustado por el temblor, pronosticaba semejante catástrofe.
Aun cuando parecía que no le hicieron caso al loco, muchos demoraron en acostarse, hasta que se hallaron convencidos de que no había razón para dar crédito a un loco.
Sería la una y media de la mañana del 16 de agosto, cuando el suelo tembló con tal violencia que las casas no pudieron resistir y las paredes se vinieron al suelo, pues, el terremoto anunciado se había producido, y a sus habitantes les sorprendió en lo mejor del sueño. La totalidad de las casas se cayeron al suelo matando a unos, enterrando a otros, e hiriendo a muchos. Ninguno tuvo tiempo para salir ni siquiera a la puerta, pues fue tan súbito que tomó a todos por sorpresa. Al primer remezón se sucedieron otros, cada cinco o diez minutos. Pasado el primer momento de pánico, pocas personas aparecieron por encima de los escombros, y todo lo demás era desolación y muerte al amparo de aquella noche obscura y lluviosa, pues a más de los movimientos sísmicos, o a causa de éstos, la tierra se abrió en muchas partes, casas o árboles que, en la noche estaban en un lugar, aparecieron al día siguiente en otro distinto. Conforme amanecía, y a la claridad de una tenue aurora, que se diría no quería contemplar aquellas escenas de horror y de duelo, el número de sobrevivientes, aumentó con unos pocos. Cada uno, una vez pasado un tanto el pavor que les había causado aquel fenómeno, trató de reconocer el lugar que había ocupado su casa para tratar de salvar al resto de la familia, removiendo los escombros. A medida que transcurría el día fueron presentándose, a la mirada de los demás, personas semidesnudas, o cubiertas con una cobija, hombres vestidos con falda de mujer, mujeres con pantalones de hombre.
Todas las casas de la ciudad se habían caído y como excepción había quedado solamente una: la del molino de Peguche.
Entre los habitantes de Otavalo se hallaba la familia Barrera-Quiroz, que quedó sepultada íntegramente, aunque, por el momento se hallaban vivos. Contaban que sin saber cómo, después del primer remezón, todos se hallaron en el centro del cuarto que servía de dormitorio, aun cuando a la hija menor, que entonces tendría un poco más de un año, le había caído un pedazo de adobe en el vientre, sin mayores consecuencias. Se trataba de Mercedes Bolaños, hija de Tomasa Quiroz en el primer matrimonio. Si bien se hallaban todos vivos no podían salir, porque, cosa curiosa, al caerse las paredes, la cubierta de la casa no se destruyó completamente, y sólo se asentó sobre el suelo. Respecto a la ciudad, no sabían lo que había sucedido, creyeron que quizá parte de la población se habría salvado y esperaban que los conocidos o parientes acudiesen en su auxilio, como en efecto así sucedió al mediar la mañana. Sintieron que un grupo de personas pasaban por la cubierta o lo que fue la cubierta y llamaban a gritos: Don Estanislao…Don Estanislao! ...Del fondo de su entierro el aludido respondió con todas sus fuerzas: ¡Aquí estoy! ¡Sáquenos!, pero con sorpresa se percataron que decían: Muertos están, pues nadie contesta. Y se fueron.
Poco después alguien más se acercó a preguntar por Doña Tomasita, (esposa de Estanislao y madre del literato Isaac J. Barrera). Con la experiencia anterior, gritaron a coro: ¡Aquí estaaaamos! Nadie contesta dijeron del exterior y se fueron como los primeros.
Momentos de angustia. ¿Qué podían hacer para salir de aquel encierro? ¿Estarían, tal vez, condenados a una muerte por sed, hambre y asfixia después de haberse librado de aquella catástrofe? Quizá fueron los minutos más largos que vivieron los miembros de esta familia hasta tratar de hallar una solución. Don Estanislao Barrera se aprestó a intentar una nueva medida, consiguieron allí un pedazo de costanera, y tan pronto como le pareció que se acercaban, a inquirir por ellos, empezó a golpear con el madero la cubierta que les sepultaba. Los de afuera percibieron ese mensaje y los de adentro oyeron con satisfacción que decían: Vivos están. ¡Saquémosles! Sería difícil tratar de describir la alegría que sintieron quienes creyeron por largas horas que esa sería su tumba.
La mañana se había terminado y la tarde iba también declinando. Los pocos sobrevivientes deambulaban sonámbulos por sobre los escombros. Desde la víspera no habían comido un solo bocado. ¿Y qué podían servirse ahora? No poseían nada de alimentos y peor algún trasto de vajilla. ¿En qué preparar algo? ¿Qué se podía preparar? Nada, no les quedaba sino la boca amarga después de la tragedia. La noche se aproximaba. ¿Con qué cubrirse del frío? Si ellos mismos estaban a medio vestir, ¿cómo pensar siquiera en una o dos cobijas para resguardarse del frío?
En esa angustia se pasaron los dos primeros días. Se decía que el Gobierno acudiría en su ayuda, pero ésta parecía demorar. Más bien sobre la colina se presentaron algunas personas sumamente alarmadas y a gritos avisaban que la laguna de San Pablo se había desbordado y se precipitaba sobre la que fue la población de Otavalo. La gente aterrorizada por esta nueva desgracia huyó por donde pudo abandonando lo que fue su hogar. Esto era lo que esperaban quienes habían dado la voz de alarma, pues se trataba de bandidos que se precipitaban sobre la población para saquear lo poco que encontrasen bajo los escombros.
Mientras tanto, los sobrevivientes se refugiaron en un caserío cercano a la destruida Otavalo, llamado Calpaquí (Quichinche).
Por fin el gobierno del doctor Xavier Espinosa designó al doctor Gabriel García Moreno, como Jefe Civil y Militar de la provincia de Imbabura, pues toda ella estaba destruida tanto o peor que Otavalo. García Moreno, que para ese entonces había estado viviendo en Guachalá, hacienda de su cuñado, se dirigió a Calpaquí, y lo primero que tuvo que hacer fue promulgar, por bando, el toque de queda, previniendo que quien fuera sorprendido saqueando, sería fusilado en el mismo lugar. Mientras tanto comenzó a llegar la ayuda del gobierno, consistente, principalmente, en alimentos y vestidos. Cuando el doctor García Moreno entregaba a la gente, maíz, trigo, cebada, un poco de ropa y mantas, al ver la miseria de quienes se acercaban semidesnudos, quejosos, hambrientos, doloridos, se le fueron las lágrimas. Los damnificados recibían los comestibles en tejas de barro, porque no había por ningún lado platos u otros utensilios.
Transcurrido apenas un año de la catástrofe, los que quedaron de la antigua ciudad de Otavalo, con amor y patriotismo, comenzaron a reconstruirla, aun cuando las primeras casas que se construyeron fueron de poca altura, para que si se producía un nuevo cataclismo habría menos material que les sepultara. Pero poco a poco las nuevas casa se levantaron con todos los requisitos que aconseja la arquitectura moderna hasta convertirse en la hermosa Otavalo, ciudad turística del Ecuador.
Leyendas y Tradiciones del Ecuador, Tomo I, Ediciones Abya-Yala, 2007.
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