Dorys Rueda

Enero, 2025

 

No solemos recordar nuestro primer corte de cabello, pero el mío está tan grabado en mi memoria que parece haber ocurrido ayer mismo, como si el tiempo no hubiera pasado. Tenía solo 5 años y una melena larga, densa y negra, que mi madre veía cada mañana como un desafío. Lo que para mí era una hermosa corona de cabello, se había convertido en un verdadero dolor de cabeza para ella. Peinarme no era solo un acto cotidiano, sino una especie de deporte extremo. Cada mañana, cuando el peine se acercaba, comenzaban los tirones dolorosos, seguidos de llantos, quejas y miradas de desesperación que surgían sin que pudiera evitarlo. ¡Era una auténtica tortura!

Mi madre, con la paciencia de un santo, ya me había advertido en numerosas ocasiones que el temido corte de cabello estaba por llegar. Con su tono sereno, me insistía que era lo mejor para mí, pero yo, como toda niña que prefería aferrarse a su propio mundo de negación, respondía con firmeza: "¿Cortar mi cabello? ¡Jamás!” Lo decía con tanta vehemencia que, antes de que mi madre pudiera decir una sola palabra, ya me había escapado, corriendo a toda velocidad.

Un día, mi reinado de trenza y cola de caballo llegó a su fin. Mi madre, con una calma imperturbable, me condujo al baño y cerró la puerta con tal firmeza que dejó en claro lo inevitable. "Es hora de cortar ese cabello", dijo, como una sentencia irrevocable. Yo, aterrada, me aferré a mi trenza como si fuera la última cuerda salvavidas en medio de un naufragio, convencida de que, al soltarla, todo se desplomaría. Mi madre, con una mirada amorosa, me explicó que lo hacía por mi bien. Y sin dar lugar a objeciones, me reveló la verdadera razón detrás de su decisión: no quería que el "duende" que habitaba en la antigua Fábrica La Joya, ahora abandonada, me raptara.

La Fábrica, ubicada en el barrio La Joya en Otavalo, con el paso de los años, se había transformado en una estructura desmoronada, con paredes agrietadas y ventanas rotas. En su época de esplendor, fue una fábrica de tejidos especializada en la producción de gabardina, pero con el tiempo, se convirtió en un lugar solitario y olvidado. Sus pasillos oscuros y sus rincones abandonados se habían convertido en el refugio del duende, que se había instalado allí tras el cierre de la fábrica. Era un ser peligroso, que acechaba en la penumbra, esperando encontrar a las niñas que cumplían con ciertas características físicas: cabello largo, negro y ojos grandes. Y, lamentablemente, yo reunía todas esas características.

Mi madre, con una expresión seria, volvió a decir: "Es por tu bien. No podemos arriesgarnos. Si no cortas tu cabello, el duende podría fijarse en ti". Yo, confundida y aterrada, intentaba comprender la conexión entre un simple corte de cabello y el peligro que representaba ese ser temido. Pero mi madre insistió en que el cabello largo y oscuro era precisamente lo que atraía al duende. "Es la única manera de estar a salvo", dijo, como si no quedara duda alguna.

En ese instante, el miedo me invadió como una ola. Solté la trenza que aún tenía entre mis manos y, en un impulso de total angustia, le dije a mi madre que ya estaba preparada para el corte, aunque le advertí que iba a llorar. "No será tan terrible", me aseguró con una calma que solo conseguía aumentar mi ansiedad. Además, me prometió que había una ventaja significativa: los peinados serían mucho menos dolorosos, porque mi cabello ya no se enredaría con la misma facilidad. Sin embargo, en ese instante, sus palabras de consuelo no lograban calmarme. Era como si intentara convencerme de que la tormenta no era tan fuerte porque sus gotas eran más pequeñas.

Luego, escuché un ¡zas!, el sonido penetrante de las tijeras cortando mi cabello. El eco de ese corte fue tan claro que me hizo sentir como si el tiempo se hubiera detenido por un momento, mientras mi corazón latía con fuerza. Sentí un leve tirón y observé cómo una parte de mi melena caía al suelo. En ese instante, las lágrimas comenzaron a deslizarse por mi rostro. Entonces, pensé con indignación: "Todo esto es culpa del duende". Mi madre, al verme tan angustiada, trató de calmarme asegurándome que, con el tiempo, me gustaría el nuevo corte. Entre sollozos, me convencí de que, aunque en ese momento el duende hubiera ganado la batalla, la guerra aún no estaba perdida. "Cuando sea señorita", le dije a mi madre, con rabia y determinación, "volveré a tener el cabello largo". 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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