A los 19 años, comencé a trabajar en una fábrica grande de materiales de construcción. Con tres años de experiencia como secretaria, me sentía, quizás de manera algo ingenua, como toda una experta. Lo que más me emocionaba era la posibilidad de comprar todos esos libros que tanto deseaba leer. Ya no tenía que esperar a que alguien me los prestara ni a encontrar alguno en la biblioteca; no, no. Ahora podía darme el lujo de llenar mi estantería con los títulos que siempre había querido, ¡y todo gracias a mi sueldo!
El transporte de la empresa me recogía puntual a las cinco y media de la mañana. El norte de la ciudad, donde vivía, estaba ocupado por el Quito moderno, una mezcla de grandes estructuras urbanas, edificios comerciales y avenidas que respiraban el dinamismo de la ciudad. Veía el despertar de la urbe y cómo las primeras luces del día iluminaban las casas y edificios. A medida que el autobús avanzaba y cruzábamos hacia el centro de Quito, la ciudad adquiría un carácter distinto. El Quito antiguo, con su legado colonial, me envolvía con sus calles empedradas, iglesias centenarias y plazas llenas de historia. El contraste entre la modernidad del norte y la tradición del centro siempre me dejaba una sensación de asombro, como si el tiempo mismo estuviera haciendo malabares entre el pasado y el presente. Las primeras luces del sol daban un toque dorado a la arquitectura colonial y a las montañas que rodeaban la ciudad, la hacían lucir aún más majestuosa.
Ahora, nos adentrábamos a la parte sur, donde la ciudad se transformaba una vez más. Allí, las grandes fábricas y el bullicio industrial daban paso a una atmósfera más ruidosa y vibrante, con camiones de carga y trabajadores dirigiéndose a las plantas. Era en esta zona donde se encontraba la fábrica a la que me dirigía, un viaje que me parecía larguísimo a esa hora de la mañana. Trataba de dormir en los primeros minutos del recorrido, buscando refugio en el sueño para acortar la distancia, pero no lo lograba. El traqueteo del autobús sobre las calles empedradas y los ruidos de la ciudad despertándose, me mantenían en vilo.
A las seis y media de la mañana ya estaba en mi oficina, que se encontraba justo al lado de la del gerente, un suizo de unos 50 años que siempre parecía tener una energía inagotable. Mientras me acomodaba y comenzaba a organizar mis tareas, la señora del personal dejaba el desayuno, marcando el inicio de la jornada. Durante las primeras horas, el ambiente de la oficina era tranquilo y silencioso, interrumpido solo por el constante teclear de mi máquina de escribir o los suaves murmullos provenientes del teléfono del gerente, quien estaba siempre en medio de alguna conversación de negocios.
A la hora del almuerzo, me dirigía a una sala pequeña destinada para mí. Era la única mujer en la empresa, por lo que no compartía el comedor con el grueso de los empleados, que eran varones. Ellos se dirigían al comedor común, mientras yo, en mi pequeño refugio, aprovechaba el momento para descansar y desconectarme por un momento de las tareas.
A las cuatro de la tarde, iniciaba mi trayecto de regreso. A esa hora, asistía al Junior College, un instituto especializado en secretariado y administración. El tráfico, como siempre, era pesado. A veces parecía que el autobús se había fusionado con el caos de la ciudad, convirtiéndose en una extensión del atolladero: semáforos interminables, conductores ansiosos que parecían tener más prisa que nosotros y el ritmo de la ciudad que, en lugar de acelerar, parecía ralentizarse a cada kilómetro. En esos momentos, me encontraba pensando si, en lugar de seguir a toda prisa hacia el instituto, no estaría mejor en casa, disfrutando de una taza de café y un buen libro.
Un día, alguien golpeó la puerta de mi pequeña sala-comedor en la empresa. Era uno de los trabajadores de la planta, un joven de unos 25 años, con una sonrisa tan amplia que pensé que venía a venderme algún producto. Se presentó y antes de que pudiera decir nada, me extendió una invitación: se acercaba el Día del Trabajador y todos en la planta se alistaban para salir a una marcha en el centro de Quito. “Esperamos que te unas, porque también eres parte de los empleados de la fábrica”, me dijo, como si fuera algo obligatorio y formal, pero de una manera tan cordial que no pude rechazarlo. Acepté, con una mezcla de curiosidad y una pizca de nerviosismo, con más dudas que certezas.
El día llegó, era un sábado y con prisa me dirigí al centro de Quito. Al llegar, vi al grupo de empleados de la fábrica reunidos, listos para comenzar la marcha. Me acerqué, saludé y me integré al conjunto, tratando de encajar como una más. Todo parecía tranquilo al principio, con los trabajadores conversando entre ellos y algunos levantando sus puños al aire con entusiasmo. Pero, ni bien comenzó el recorrido, la atmósfera cambió drásticamente. Un sonido estruendoso me hizo saltar del susto: ¡bombas lacrimógenas! La policía había comenzado a dispersar la multitud y el aire se llenó de un olor fuerte y picante.
En ese momento, uno de los trabajadores, que parecía tener mucha más experiencia en el manejo de estas situaciones, me miró con cara de preocupación y me dijo rápidamente: "¡Por aquí, señorita!" Y, sin darme tiempo a reaccionar, me agarró del brazo y me condujo hacia un callejón cercano. En un parpadeo, me vi apartada de la multitud, respirando con dificultad y, un tanto atónita, pensando en lo rápido que todo había cambiado. Así terminó mi experiencia como "protestante" en ese día. Aunque mi participación en la marcha fue más breve de lo que esperaba, la lección que me quedó no fue tanto sobre política o derechos laborales, sino sobre la velocidad con la que la realidad puede transformarse.
Después de aquel incidente, volví a mi casa, me dejé caer en el sofá, respiré profundo y decidí que, tal vez, el activismo no era lo mío, al menos no de esa manera. El lunes, a mi regreso a la oficina, el gerente me estaba esperando con una expresión que no sabía si era de preocupación, de desconcierto o de ira. Me hizo un gesto para que me sentara y, antes de que pudiera decir algo, comenzó a darme un discurso de padre preocupado. "Dorys", comenzó con tono serio, "me dijeron que estuviste en la marcha el sábado". Yo, sorprendida y un poco nerviosa, traté de explicarle que simplemente había decidido unirme por curiosidad, pero no me dejó interrumpir.
"Me enteré de que la policía lanzó bombas lacrimógenas", continuó, como si estuviera narrando una historia de terror. "Y, por lo que entiendo, te metiste en medio del caos. ¿Estás segura de que todo está bien? No quiero que te pongas en situaciones peligrosas", añadió. Yo solo pensaba: ¡Madre mía! ¡Si supiera que no fue tanto así! Pero, por supuesto, lo último que quería era dar la impresión de que me había convertido en una activista radical a medio tiempo, así que preferí guardar silencio y escuchar atentamente, asintiendo mientras pensaba en lo que realmente había sucedido.
Al final de su perorata, el gerente esbozó una sonrisa y comentó: "No me imagino a una joven como tú, con casco, en medio del desfile, esquivando bombas lacrimógenas". Luego agregó: “No quiero verte otra vez en medio de una manifestación sin saber cómo salir de allí". Yo asentí con una sonrisa y cambié el tema rápidamente.
Nadie más en la oficina me preguntó sobre lo ocurrido y todo volvió a la normalidad, como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, esa experiencia me dejó algo claro: a veces, las decisiones impulsivas nos llevan a lugares que no esperábamos y las expectativas que tenemos sobre una situación a veces no coinciden con la realidad.