Los autores de la serie: "Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo" volvemos a reunirnos para un nuevo libro, el tomo 4. 

Les ofrecemos un adelanto de la obra, una historia de Dorys Rueda titulada: "Dos nombres, dos entornos":

 

 

 
Dorys Rueda
Enero, 2025

 

Terminé la primaria como la hija menor y la única que aún vivía con mis padres. Desde ese momento no paré de insistir, hasta quedarme sin voz, para que me dejaran estudiar la secundaria en Otavalo. Después de innumerables peticiones, finalmente cedieron. Así fue cómo ingresé al Colegio República del Ecuador. Mi adaptación fue tan sorprendente que hasta me asombró a mí misma. Hice amigas en un abrir y cerrar de ojos, y lo curioso es que, al inicio, los estudios me parecían incluso más fáciles que los de la primaria. Como dice el refrán: "El que tiene boca, se equivoca".

Con esa nueva facilidad para los estudios, me sumergí con entusiasmo en las historias fascinantes que mis padres compartían conmigo cada noche, relatos sobre los seres y sucesos que formaban el alma de Otavalo y sus alrededores. Además, no tardé en encontrar la excusa perfecta para perderme en los libros de Agatha Christie, una pasión que mi padre había sembrado en mí desde la infancia. El suspenso, los giros inesperados y esos finales que siempre me dejaban sin aliento parecían atraer a mi mente curiosa como un imán. Esa misma emoción la encontraba en las leyendas locales: en las lagunas misteriosas, las montañas que susurraban secretos, las voces de las almas errantes que se dejaban oír en la oscuridad, el canto de las sirenas que habitaban los lagos y los lamentos de las viudas que, a medianoche, recorrían las calles en busca de amores perdidos. Era como si el suspenso literario y el folklore de mi tierra se hubieran unido para dejarme siempre con los nervios de punta.

Cuando terminé el primer año de secundaria, mis padres, con esa cara de preocupación que ponen los padres cuando van a dar noticias que cambiarán la vida de los hijos para siempre, se sentaron conmigo. No me preguntaron sobre mis planes ni me dieron opciones para elegir. No, simplemente sentenciaron: "El próximo año te vas a estudiar a la capital, al Colegio Nuestra Madre de la Merced en Quito, donde ya está tu hermana mayor". En ese momento, todo lo que había sido mi mundo –mis amigas, las charlas con mis padres, los días en el colegio y, sobre todo, la deliciosa comida de casa– se desplomaba ante mis ojos.

Lo peor llegó cuando me soltaron el "detallito" del internado. No solo me alejaban de mi querido Otavalo, sino que me mandaban a un lugar donde los relojes parecían ser los dueños del universo. Había un horario para levantarme, bañarme, acostarme, comer, almorzar, jugar, ir a misa ¡y hasta para ver televisión! Cada actividad estaba tan rigurosamente organizada que hasta sentí que mis pensamientos debían seguir un plan de agenda. Yo, que siempre me consideré una persona flexible con el tiempo, veía cómo cada pedazo de libertad se evaporaba ante mis ojos. Como dice el refrán: "No hay mal que por bien no venga", pero en ese instante, parecía que lo único que venía eran relojes, como si el propio tiempo estuviera empeñado en darme una lección de puntualidad.

Mis padres trataban de consolarme, asegurándome que, aunque las horas de trayecto parecieran eternas y la capital estuviera a años luz de distancia, volvería a casa con mi hermana en Navidad, Semana Santa y en las tan esperadas "vacaciones largas". Claro, eso sonaba perfecto... hasta que caí en cuenta de que esas "largas vacaciones" tenían más de promesa y menos de paraíso cercano.

En aquella época, viajar a Quito no era tan sencillo como hoy en día. ¡Para nada! El viaje tomaba más de cinco horas de carretera y eso ya era todo un reto en sí mismo. Las curvas, peligrosas por el mal estado de la vía, parecían burlarse de nuestra tranquilidad y las montañas y precipicios se acercaban a los vehículos como si quisieran darnos un abrazo. Cada vez que viajaba a la capital, no podía evitar fijar la vista en la carretera, sintiendo una mezcla de pavor y ansiedad. Cerraba los ojos y susurraba: "Ay, Diosito, por favor, que lleguemos con bien", mientras mi estómago daba saltos acrobáticos, como si fuera parte de un circo.

A los 11 años llegué al colegio Nuestra Madre de la Merced, donde la rectora, madre Mercedes, una española de gran presencia. Me recibió amablemente, pero con una mirada fija y grave, me preguntó mi nombre. 'Me llamo Margarita Rueda', respondí con una calma total. Pero, para mi sorpresa, la madre rectora se quedó completamente petrificada. Con voz profunda y pausada, me informó que había otra alumna, en el mismo año y paralelo, con el mismo nombre. '¡Qué raro, ¿no?!', pensé para mis adentros. '¿En serio? ¡¿Hay dos 'Margaritas Rueda' aquí?!' Era como si el universo hubiera jugado una broma con las listas de nombres. Ante semejante coincidencia, madre Mercedes, sin perder la compostura, me sugirió que, para evitar confusiones, fuera conocida por mi primer nombre: 'Dorys'.

En fin, la idea de llamarme "Dorys" no me hacía ni pizca de gracia, especialmente porque mi madre solo lo usaba cuando estaba molesta conmigo. Cada vez que escuchaba un "¡Dorys!" con un tono elevado, automáticamente pensaba: "¿Qué hice ahora?" Era como si el nombre tuviera un letrero invisible que decía: ¡Problemas a la vista!

Sin embargo, en cuestión de segundos, me convencí de que no sería tan malo tener dos nombres, uno para cada ocasión. ¡Era como un cambio de vestuario, para adaptarme mejor al entorno! Así, me quedaría como Margarita para la familia y los amigos de Otavalo, y me transformaría en Dorys para las nuevas amigas y los familiares de la capital. Como dice el refrán: "Al mal tiempo, buena cara" y si tenía que llevar dos nombres, lo haría con gusto, ¡a ver qué tal me quedaban!

Aunque he vivido fuera de Otavalo durante más de cinco décadas, nunca he dejado de ser parte de esta ciudad. A pesar de mis viajes y estancias en otras tierras, Otavalo sigue siendo el núcleo de mi existencia, con sus montañas imponentes, su gente cálida, su historia y su cultura.

Cada vez que regreso a la ciudad para una entrevista, un programa o una reunión, me encuentro con personas que, tras un breve intercambio, me miran con una sonrisa y me dicen: "No sabíamos quién era Dorys Rueda, pero ahora que te vemos, sabemos que eres Margarita Rueda". Esas palabras me devuelven un reflejo de mí misma que, aunque está matizado por el paso del tiempo, nunca pierde su esencia. En esos momentos, me doy cuenta de que, aunque "Dorys" sea el nombre con el que soy conocida en Quito, el que me acompaña en mi carrera y con el que firmo mis libros, es "Margarita" quien sigue llevando el peso de mi historia y mi conexión con la tierra que me vio crecer. "Margarita" es el lazo que me une con mi familia, mis raíces y ese Otavalo que sigue siendo mi hogar, sin importar cuántos kilómetros me separen de ella.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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