Dorys Rueda
LOS AGUACATES
"Paco" Viniachy
Otavalo, 2024
Le dije a mi padre que quería ser pintor y, cuando lo hice, él se ingenió para que viera pasar por nuestra casa, que quedaba cerca del teatro Apolo, a un famoso acuarelista de Cotacachi que vendía sus obras en Otavalo. “¿Esta es la profesión que quieres?”, me preguntó y luego agregó: “Como pintor te vas a morir de hambre. Mira cómo está ese artista vestido. El abrigo negro ya casi se para solito. Además, creo que nunca se baña”. Yo le contesté que no era para tanto, que quería ir a estudiar al Instituto Superior Tecnológico de Artes Daniel Reyes.
Cuando llegué al instituto, me ofrecieron media beca para el almuerzo si obtenía buenas calificaciones. El almuerzo en ese entonces era sémola. Sémola de primero, de segundo y de postre. No había más. Como éramos estudiantes y siempre teníamos hambre, ideamos una estrategia para mejorar nuestras comidas. Durante la hora del almuerzo, en lugar de resignarnos a la monotonía de la sémola, nos aventurábamos por los terrenos cercanos, organizados en grupo con una tarea específica. Algunos de nosotros hacíamos de vigías, asegurándonos de que nadie nos viera, mientras otros trepaban con agilidad los árboles de aguacate.
Los árboles eran altos y frondosos y los frutos colgaban tentadoramente, a menudo fuera de nuestro alcance directo. Armados con palos largos y redes improvisadas, lográbamos conseguir los aguacates más maduros. A veces, el desafío era no solo alcanzar los aguacates, sino también hacerlo sin hacer ruido y sin que los dueños de los terrenos nos descubrieran. Corríamos el riesgo de ser atrapados, pero la recompensa valía la pena. Cada mordisco de aguacate fresco era un triunfo sobre la insípida sémola. Esta pequeña aventura diaria no solo saciaba nuestra hambre, sino que también fortalecía nuestros lazos de camaradería y nos daba historias que contar.