SITIO EMBLEMÁTICO DE OTAVALO
LA PLAZA 24 DE MAYO
Ramiro Velasco
No era un mercado fijo sino un mercado que se montaba y desmontaba a diario. Se ubicaba mesas para el expendio de los productos y se protegía del sol y de la lluvia con toldos de tela en especiales estructuras de madera fácilmente armables y lo contrario. Allí improvisaban con su presencia los vendedores ocasionales y los llamados mercachifles que venían a salvar la vida de los ciudadanos con sus mantecas de oso y de culebra y los ungüentos de plantas exóticas y extravagantes:
-"¡¡¡Vengan, vengan!!! Lleven para el frío crónico, para el dolor de piernas y de la cintura, el auténtico ungüento fabricado con manteca de oso. Bueno para la artritis, bueno para la gente pasada de frío. ¡¡¡Vengan, vengan!!! Lleve la incomparable manteca de culebra que cura el reumatismo, las fracturas, la hinchazón de las piernas, el dolor de cabeza, las torceduras y toda clase de lastimados y magulladuras. Pronto sacaremos a la “Martha Julia”, la boa traída del oriente, la auténtica boa constrictor. No se pierdan de conocerla, es la única vez que ustedes la verán en acción. Lleve el ungüento a solamente un sucre la cajita, es un regalo, aprovechen la oportunidad. No se muera por coño. Sánese solamente por un sucre".
-"¡¡¡Atención, atención!!! Acaba de llegar a Otavalo, la auténtica vajilla peruana, los auténticos zapatos colombianos, los cubiertos europeos y toda clase de ropa de cama y de comedor traídos exclusivamente para los otavaleños que saben apreciar la calidad y tienen buen gusto. ¡¡¡Atención!!! Le ofrecemos productos de buena calidad y a precios de risa. No se demore, compre, compre, aproveche la oportunidad y no se deje engañar por charlatanes y mentirosos. Nosotros le ofrecemos productos con garantía de un año. Lo más barato que puede encontrar en cualquier parte del país".
Las ventas en el mercado (como en botica) contaban con productos de muy variada índole traídos desde diferentes partes de la provincia y del país. Las cosas finas, la fritada, el hornado, la tripa mishqui, por sus precios y sus porciones eran los preferidos de la juventud y qué decir de los jugos, de los frescos de leche, los salpicones (granizados) y las cervezas con huevo que completaban la oferta para los que disponíamos de escasos recursos económicos. En la plaza, en horas de la tarde, se jugaba la famosa “pelota de mano” y se ofertaba muchas viandas exclusivas de las apetencias de las horas vespertinas.
ROMANCE EN LA NOCHE
Antaño, la populosa feria de Otavalo se realizaba los días domingos. Pero en agosto de 1870, García Moreno determinó que los días domingos y los días de fiesta se mantuvieran cerradas tiendas y abacerías, salvo en las que se vendían alimentos y medicinas, como bien lo describe Álvaro San Félix, en su libro: "Monografía de Otavalo".
Albert Hassaurek visitó Otavalo, en 1862, cuando la feria presentaba a los vendedores sentados en el suelo, bajo pequeños pedazos de bayeta o costal clavados en un largo palo enterrado en el suelo. Eran los mercaderes que vendían chales, ponchos, lana, algodón, mullos, rosarios, cruces de plomo, collares de vidrio, pulseras de corales falsos y otros adornos baratos, carne, fruta, vegetales, sal, ají, arroz de cebada, platos típicos ya preparados como cariucho, locro, tostado, etc.
Esta feria, antiguamente, se situaba en el actual parque Bolívar, posteriormente en González Suárez y más adelante, en la Plaza 24 de mayo. Allí estuvo el mercado por más de 40 años, en pleno Barrio Central.
En los años 60 y 70, el mercado era una gran plaza, donde estaban los vendedores con improvisadas carpas y atendían a cientos de personas que llegaban de los pueblos rurales para comprar la mercadería que necesitaban para toda la semana. El mercado era el reflejo de todos quienes vivíamos en la ciudad de Otavalo: indígenas y mestizos, vendiendo y comprando, en un ambiente de tal colorido que atraía a los turistas y visitantes de todos los lugares.
El mercado se cerraba temprano y la algarabía y el bullicio de la mañana daba paso al juego y a los sueños de la noche. Se volvía mágico y se transformaba en el centro de atención de nosotros, los hijos de los vendedores del interior del mercado y de sus alrededores.
Un gran número de niños salíamos a jugar en la noche, porque en ese tiempo no era peligroso hacerlo ni necesitábamos de la televisión, el internet o el celular para divertirnos. Niñas y niños jugábamos a las escondidas, al bombón, a los billusos (empaques de las cajetillas de los cigarrillos), a las cogidas, al anda virundo virundero, al arroz con leche, a las topadas, a las tortas, al florón, a las canicas, a los trompos y a los tillos… Incluso se armaba la cancha de fútbol en plena Modesto Jaramillo.
Era el tiempo de las leyendas que nos contaban nuestros abuelitos, después de la merienda. “María Angula” era el relato más temible y famoso, aunque la “Viuda” no se quedaba atrás.
Una noche, mi amiga Margarita Rueda y yo, en pleno juego de las escondidas, nos lanzamos al interior del mercado buscando un lugar para escondernos, entre los kioscos. De pronto, nos quedamos aterradas cuando vimos no muy lejos a dos figuras que estaban de pie. Lo primero que se nos vino a la cabeza fue que debía tratarse de la bruja y del diablo.
Como la situación era terrorífica, nos dimos la mano y a los siete años, probamos que la curiosidad era más grande que el miedo. Cuando empezamos a caminar con sigilo para no ser vistas, vimos el rostro de espanto que teníamos ambas y en lugar de llorar o huir del lugar, empezamos a reír y a reír sin parar. Entonces escuchamos la voz de los aparecidos que preguntaban: ¨ ¿Quiénes están allí? Su voz no era de ultratumba, al contrario, era temblorosa. Entonces, todavía escondidas, los vimos y los reconocimos muy bien: eran dos jóvenes vecinos del mercado, que estaban tomados de la mano. Estaban tan aterrorizados de las risas que habían escuchado, que se dieron la vuelta y echaron a correr a toda prisa fuera de la plaza. Pensando, posiblemente, que nuestras risas infantiles sí provenían de “otro mundo”.
Salimos del mercado con cautela, nos despedimos rápidamente y cada una se fue para su casa: no volvimos a hablar nunca más del asunto. Pero cada vez que yo me topaba con uno de los dos muchachos, la risa volvía a aparecer al recordar cómo habían huido despavoridos del lugar.