Ramiro Velasco
La imagen de la Virgen de Monserrat reposaba dentro de la gruta del socavón. Allí, no muy adentro, estaba la imagen de la venerada virgen que la conocíamos como la Virgen del Socavón que en verdad era la virgen de Monserrate. No tenía ni rejas ni ninguna seguridad porque nadie se atrevía a causar algún daño en dicha gruta. Las aguas filtradas desde la peña eran cristalinas y muy puras y albergaba a unos pececitos que les conocíamos como “preñadillas” las que tratábamos de capturar siempre con poco éxito por cuanto, como todo pez, eran muy escurridizos. Muchos años después las personas comenzaron a lanzar monedas para tratar de alcanzar algún deseo, seguramente por influencia de hechos similares con otras realidades como es la tradicional Fontana de Trevi. En años anteriores la gente acudía a rogar a la virgen por sanaciones e inclusive por milagros y solamente era necesario los rezos, las penitencias y los arrepentimientos. Junto a la gruta propiamente dicha había una acequia por la que corría presurosa una gran cantidad de agua de la que nos nutríamos los otavaleños cuando el abastecimiento del agua potable faltaba en la ciudad, lo que era muy frecuente. En las fiestas del Yamor, en los albores de las mismas, la virgen del Socavón era más visitada y venerada que en el resto del año. En un comienzo las fiestas del Yamor tuvo únicamente características religiosas desarrolladas en la iglesia de El Jordán y en el barrio Monserrate del cual, la mencionada virgen era la patrona. Junto a la gruta se desarrollaba misas y en especial la bendición del maíz que constituye el elemento principal para la elaboración de la chicha del Yamor. El barrio Monserrate se engalanaba para recibir a los feligreses y vecinos de la ciudad los que
llegaban acompañando la procesión religiosa y en la tarde a disfrutar de los tradicionales juegos populares que se llevaban a efecto en las canchas de dicho barrio. El vandalismo hizo que el Comité pro-Gruta del Socavón construyera una estructura que proteja la imagen sagrada y, lastimosamente, tuvieron que encerrarle bajo llave y encarcelarla entre muchos barrotes. Hoy cuenta con una estructura que también ha pasado a ser parte del patrimonio de los coterráneos: los arcos, el altar y la cruz que preside una nueva construcción que es el “colibrí” donde en algunas ocasiones se desarrollan eventos de carácter artístico y cultural. Junto a la gruta todavía se cuenta con un puente pequeño y muy especial por encima del cual atraviesa la línea férrea y que constituía una zona de peligro cuando se acercaba el paso del tren o del auto carril por lo angosto de la vía en la parte superior del puente. Apenas se contaba con unas pequeñas pendientes de hierba en donde, los más valientes y arriesgados, veían pasar los móviles con una vista panorámica de la parte inferior de los mismos.
LEYENDA OTAVALEÑA
LA VIUDA DEL SOCAVÓN
Sucedió, cuando no había luz eléctrica en Otavalo y el pueblo estaba alumbrado por grandes faroles, que se encendían solo por un par de horas.
Los jóvenes otavaleños, en ese entonces, eran muy aficionados a la copa. Les encantaba pasar horas y horas en las cantinas. Cuando salían del lugar, muchos no lograban llegar a sus casas por lo ebrios que estaban. Se caían al suelo y permanecían dormidos en la calle, hasta el siguiente día. Cuando despertaban, ya no tenían sus objetos personales, ni siquiera la ropa que llevaban puesta.
Todos coincidían que la causante de estos desmanes era la viuda que merodeaba la ciudad. Una hermosa mujer, que aparecía a las doce de la noche en el centro del pueblo, vestida completamente de negro.
La gente estaba tan asustada de esta aparición que evitaba salir a la calle, desde la seis de la tarde. Los jóvenes se cuidaban de beber y los cantineros estaban muy preocupados, porque ya no contaban con su clientela habitual. El único que no tenía miedo era el Farolero de la ciudad, que decidió enfrentar a la famosa viuda, para que la vida en el pueblo volviese a la normalidad.
Una noche se fue a una cantina cerca del parque principal de Otavalo a tomarse unas copitas y cuando dieron las doce, salió al pretil. De lejos, vio la figura de una mujer alta, vestida de negro, que caminaba de un lado a otro, mirando siempre el horizonte. Sin pérdida de tiempo, el Farolero sacó de su bolsillo un revólver y apuntándole a la cabeza de la mujer le dijo: - “Si hasta contar tres no me dices a quién buscas, te disparo, aunque seas de la otra vida” . La mujer se dio la vuelta y con voz de ultratumba, le dijo: - “Si logras agarrarme, te contesto”. Entonces, empezó a correr sin darle tiempo al Farolero de responder. Bajó por la calle Bolívar y viró hacia la Gruta del Socavón.
El Farolero, que había sido toda la vida un gran deportista, no tardó en alcanzarla, justo cuando la viuda entraba en la Gruta. Entonces, volvió a repetirle la misma pregunta. La mujer se dio la vuelta, se quitó el manto negro que cubría su cabeza y rostro y le dijo: -“No dispares, soy de esta vida”. El Farolero, en ese instante, la reconoció. Era una mujer de mediana edad, muy hermosa, cuyo esposo había fallecido en un accidente. Le contó que había tenido que disfrazarse de viuda para salir a robar a los borrachos, porque no tenía trabajo y solo así podía mantener a sus hijos.
LEYENDA OTAVALEÑA
EL FANTASMA DEL SOCAVÓN
Hace muchísimos años, la gente tenía miedo de pasar por la Gruta del Socavón, a partir de las seis de la tarde. Las personas decían que allí merodeaba un fantasma de gran estatura, que no permitía el paso a ningún ser humano.
Un día, un sastre que tenía más de 12 oficiales les dijo a sus trabajadores que él sí podía ir solo al Socavón y que lo haría esa misma noche, a coger piedrecitas en la Gruta para regalarlas a su esposa. No, a las seis de la tarde, sino a las doce de la noche.
Cuando llegó la hora, el valiente sastre entró a la Gruta y lo primero que divisó fue un bulto negro, como de dos metros de altura, de cuyos dedos salía una especie de luz. “Este es el fantasma”, se dijo a sí mismo. Entonces, de un salto, le propinó un fuerte puñetazo, justo en la barbilla. El fantasma inmediatamente cayó al suelo y ahí mismo, el sastre lo remató, golpeándole en todo el cuerpo. Sin poder más, el fantasma empezó a gritar: “Maestro, maestro, soy su operario".
Todo salió a la luz, el tal fantasma era uno de sus trabajadores, que se divertía asustando a la gente que entraba a la Gruta, a partir de las seis de la tarde. Se vestía de negro, se subía en dos maderos para aparentar ser un gigante y se colocaba algo luminoso en sus dedos para dar una imagen macabra.
Informante
LEYENDA OTAVALEÑA
EL MISTERIO DEL SOCAVÓN
Hace más de sesenta años, la gente de Otavalo acudía al Socavón a bañarse en las aguas de este subterráneo manantial. Cuenta doña Angelita Rodríguez Hidalgo que era costumbre ir los domingos en la madrugada a Misa para luego, a las cinco de la mañana, bañarse en el Socavón.
Allí, la gente se daba el mejor de los baños de aseo y disfrutaba de esas aguas cristalinas y puras, más calientes que el ambiente exterior. El Socavón, por tanto, era el balneario popular de la ciudad, frecuentado no solo por mujeres, sino por toda clase de personas.
La gente mayor decía que no era bueno ir al Socavón, a las doce de la noche, porque allí se oían cosas raras a esas horas. Una vez, un borracho que pasaba por el lugar, justo a medianoche, escuchó voces y risas de mujeres que provenían del interior del Socavón. Cuando entró, vio que el lugar estaba totalmente desolado. En ese preciso instante, el ambiente se tornó pesado y un frío infernal le recorrió el cuerpo. Del susto, se le pasó la borrachera y como pudo, salió corriendo hacia su casa.
Cuando edificaron la capilla y colocaron a la Virgen de Monserrate sobre una roca, en el interior del Socavón, cesaron los ruidos y las voces extrañas.
Informante
Angelita Rodríguez Hidalgo (Tumbaco: 1925- Quito: 2022)
Sus primeros recuerdos vienen del barrio Punyaro, a donde fue a vivir cuando recién se había casado. Vivió la época de esplendor de la Fuente de Punyaro, donde iba junto con su esposo, don Ángel Rueda Encalada, a distraerse los días domingos. Era el lugar donde las vecinas, al caer la tarde, le contaban leyendas que he escuchado de sus familias y de sus amigos.