El silencio es un acto comunicativo de inmenso poder, capaz de expresar más que mil palabras. Lejos de ser solo la ausencia de sonido, el silencio se convierte en una presencia activa que llena los espacios entre las personas, transmitiendo mensajes profundos sin necesidad de pronunciar una sola palabra. En las interacciones cotidianas, un silencio compartido puede adoptar múltiples significados, dependiendo de las circunstancias y el contexto en los que se dé. Esta complejidad del silencio, con su capacidad de comunicar de manera sutil pero profundamente reveladora, es un tema fascinante que ha despertado en mí la siguiente reflexión.
El silencio puede ser un espacio de comprensión mutua y aceptación, un momento donde las palabras se vuelven innecesarias. No se trata de la ausencia de sonido, sino de la presencia plena del otro, donde la conexión entre los seres es tan fuerte que no se requiere verbalizar lo que se siente o se entiende. En este silencio, lo que se comparte no necesita ser explicado porque se percibe en su totalidad. Es como cuando dos personas, sin necesidad de hablar, se entienden perfectamente, ya sea a través de una mirada, un gesto o incluso el simple estar juntos. Este silencio va más allá de las palabras; es una forma de comunicación tan clara y profunda que no necesita ser dicha, porque su significado se expresa de una manera mucho más íntima y directa. Es un instante donde los pensamientos se encuentran y se comparten sin que sea necesario articularlos. Es como si el corazón hablara a través de la calma, transmitiendo lo que importa sin que las palabras sean necesarias.
Este tipo de silencio puede compararse con la majestuosidad de los montes, como el Cotopaxi o el Imbabura, que, con su firmeza y serenidad, guardan historias de tiempos antiguos y observan el presente sin alterarlo. Estas montañas, testigos silenciosos de todo lo que sucede en el valle, no necesitan intervenir ni hacer ruido; simplemente están allí, tranquilas, reconociendo la magnitud de todo lo que ocurre a sus pies sin cambiar nada. Al igual que estas montañas, el silencio de comprensión mutua no exige intervención, ni explicación, ni palabras. Su presencia es suficiente, su quietud es tan poderosa que, en su silencio, se comunica más que cualquier palabra, de la misma manera que las montañas, sin mover un dedo, nos transmiten su fortaleza, su historia y su presencia eterna.
El silencio también puede convertirse en un refugio que ofrece consuelo en momentos de tristeza y pérdida. Un espacio donde no es necesario hablar para sentirse acompañado, ya que la simple presencia del otro, el compartir el mismo silencio, actúa como un abrazo invisible que reconforta. En esos momentos de dolor, cuando las palabras se sienten vacías o insuficientes, el silencio se transforma en una forma de consuelo que, sin necesidad de ser explicado, ofrece una compañía silenciosa. Es como si el silencio, al no ser presionado a decir algo, pudiera convertirse en el mejor acompañante, ofreciendo el tiempo y el espacio para procesar las emociones y vivir el duelo sin prisas ni expectativas. En este tipo de silencio, lo no dicho se entiende de manera tácita, creando un ambiente de calma que permite la reflexión y el sanamiento, sin forzar ninguna interacción.
Este silencio compartido, como refugio, puede compararse con los lagos del Ecuador, cuya serenidad invita a la contemplación sin necesidad de exigencias. Los lagos, con su agua tranquila que refleja el paisaje sin alterarlo, se convierten en un refugio natural donde todo parece detenerse. Al igual que el silencio compartido, el lago no exige nada de quien se acerca a él; simplemente está allí, ofreciendo su calma y su paz. En los momentos de tristeza, como al observar la quietud de un lago, uno puede hallar consuelo en la tranquilidad que ofrece, sin necesidad de palabras. Al igual que las aguas de los lagos, que absorben el entorno sin perturbación, el silencio en su calma se convierte en un espacio de aceptación, donde lo que no se dice se entiende y donde la presencia de quien comparte el momento es suficiente para aliviar el dolor. Este tipo de silencio, al igual que el lago, guarda toda la complejidad del entorno, pero en su quietud, ofrece un refugio de paz y de reflexión.
Sin embargo, también existe un silencio de tensión que se apodera del ambiente cuando las palabras se retienen, cuando el conflicto no se manifiesta de inmediato y queda suspendido en el aire. Es un silencio cargado de emociones no expresadas, de pensamientos evitados, a veces para no herir a alguien o para no ahondar en un tema delicado, pero que guarda en su interior una energía contenida, lista para estallar en cualquier momento.
Este tipo de silencio puede compararse con el cambio de marea en la costa ecuatoriana. Al igual que cuando el mar se aleja lentamente antes de que llegue una nueva ola, el silencio de tensión se retrae, se guarda en su interior. La marea, en su retirada, parece tranquila y serena, pero en realidad está acumulando la fuerza necesaria para regresar con mayor intensidad. De manera similar, el silencio, aunque aparentemente inofensivo, está cargado de la anticipación de lo que vendrá, como la marea que se prepara para romper en la orilla. Así como el mar siempre regresa tras su retroceso, el silencio de tensión inevitablemente será roto, liberando lo no dicho, de la misma forma que la marea regresa con su fuerza renovada.
Pero también hay un silencio de miedo, cuando alguien es acosado o dañado y guarda silencio por temor a las consecuencias de hablar, es un vacío paralizante, una quietud que inmoviliza el alma y el cuerpo. Este silencio es un peso invisible que se asienta sobre la persona, impidiendo que se mueva, que reaccione, que haga algo. Es como si cada palabra no dicha fuera un grillete y cada pensamiento reprimido fuera una cuerda que ata con más fuerza.
Este silencio de miedo es como la niebla, que lo envuelve todo a su paso, desdibujando las formas y creando un vacío denso y pesado. La niebla, al igual que el miedo, borra los límites, oscurece las certezas y sumerge en la confusión, dificultando el avance. En su presencia, cada paso se vuelve incierto, los sonidos se disipan y lo que antes era claro se convierte en una amenaza invisible. El miedo, como la niebla, se infiltra sin previo aviso, oscureciendo el camino y apoderándose de la mente, creando un estado de vulnerabilidad donde el silencio de la incertidumbre paraliza, impidiendo cualquier movimiento o reacción.
También hay un silencio de protesta que se elige conscientemente como una forma de resistencia. Es un silencio cargado de intención, una respuesta no verbal que desafía la situación en la que se encuentra la persona. Este tipo de silencio no es una rendición ni una sumisión, sino una forma de rechazo, un modo de dejar claro que no se está de acuerdo, pero sin emitir palabra alguna. Es un silencio que guarda en su interior una tensión latente, un mensaje tácito de disconformidad. Aunque no se expresa abiertamente, tiene el poder de comunicar más que las palabras y a menudo surge cuando la voz es reprimida, cuando se busca evitar la confrontación directa pero se mantiene la firmeza en el desacuerdo. Es una declaración silenciosa de que algo está mal y de que, a pesar de no ser dicho, se está desafiando la situación.
Este silencio de protesta puede compararse con la fuerza de un volcán en erupción, que puede permanecer tranquilo durante años, sin emitir un solo sonido, pero bajo su superficie se acumula una energía poderosa, una presión constante que está esperando el momento adecuado para liberarse. La quietud aparente del volcán no significa ausencia de actividad; es simplemente la acumulación de fuerza. De manera similar, el silencio de protesta, aunque no se manifiesta con palabras, está lleno de esa misma energía contenida, de una tensión que, al igual que la presión interna de un volcán, está esperando el momento adecuado para estallar. Cuando el volcán finalmente entra en erupción, lanza lava y cenizas que alteran todo a su alrededor, cambiando el paisaje y transformando lo que había estado quieto durante tanto tiempo. De la misma manera, el silencio de protesta tiene el potencial de estallar en una transformación significativa, en un acto liberador que desafía lo establecido y cambia el curso de los eventos.
Finalmente, el silencio también puede estar profundamente ligado a la creación artística, sirviendo como un espacio esencial para la reflexión, la inspiración y el nacimiento de nuevas ideas. Este tipo de silencio no es simplemente la ausencia de sonido, sino un vacío fértil en el que la mente puede conectarse con lo más profundo de la creatividad. Es un espacio interior, apartado de las distracciones del mundo exterior, donde las ideas germinan, las emociones toman forma y los pensamientos se transforman en obras. En este silencio, las obras no solo nacen, sino que se estructuran y se manifiestan, dando forma a lo invisible y lo intangible.
En suma, el silencio desempeña un papel crucial en la comunicación humana, trascendiendo la mera ausencia de sonido. Desde el silencio de comprensión mutua, que ofrece un refugio de paz y entendimiento, hasta el silencio cargado de tensión o miedo, que paraliza y limita la acción, cada tipo de silencio tiene un poder transformador en sí mismo. Como una presencia activa, el silencio puede ser tanto liberador como opresivo, dependiendo del contexto en el que se experimente. Además, el silencio de protesta y el silencio creativo demuestran cómo el silencio puede ser una herramienta de resistencia y creación, albergando en su quietud una gran energía lista para manifestarse. Así, el silencio se revela como un lenguaje poderoso, capaz de comunicar lo que no se puede expresar con palabras y, al mismo tiempo, un espacio profundo que invita a la reflexión y la acción.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025