No voy a hablarles de la actual Fuente de Punyaro, de su diseño contemporáneo ni de cómo se ha “modernizado” a lo largo del tiempo, transformándose en un reflejo de los cambios rápidos y, muchas veces, desconsiderados de la ciudad. No les hablaré de sus nuevas estructuras ni de la intervención humana, que, en su afán por mejorar lo que la naturaleza ya había dotado con una belleza pura, decidió imponer su propia visión. Hoy quiero rememorar el lugar que cautivaba el alma de mi madre, doña Angelita Rodríguez Hidalgo, quien llegó a Otavalo en 1953, tras casarse con mi padre, don Ángel Rueda Encalada. Un lugar del que me hablaba una y otra vez, con tanta ternura y emoción que aún sus palabras resuenan en mi memoria. Un rincón donde la naturaleza hablaba por sí misma y que mi madre guardaba en su corazón como un refugio de su juventud.
En sus recuerdos, la Fuente de Punyaro, con sus aguas que brotaban desde un ojo o quizás desde varios, se erguía no solo como un paisaje natural, sino como un centro de vida y de encuentros, un lugar donde la comunidad se reunía a disfrutar de la simpleza de su belleza. Era un refugio, una pausa en medio de las labores cotidianas, donde la gente encontraba consuelo en la quietud del agua y en el murmullo que se elevaba como una suave melodía. Las familias acudían allí, especialmente los domingos, para compartir risas y momentos en una atmósfera que parecía suspendida en el tiempo. Los jóvenes se divertían, las parejas se escapaban en busca de un espacio tranquilo donde, rodeados de naturaleza, el amor florecía. La Fuente de Punyaro no solo ofrecía su agua, sino un respiro para el alma, un pequeño universo donde las preocupaciones del día se disolvían.
Las familias acudían, provistas de comida, pero los que no llevaban fiambre, ya sea por olvido o por simple comodidad, podían adquirir comida en el mismo lugar. Las vecinas del barrio, con su acostumbrada hospitalidad, se instalaban con sus puestos improvisados, ofreciendo las delicias tradicionales de la ciudad: fritada, empanadas recién hechas, tortillas calientes que desprendían un aroma irresistible y una variedad de potajes que invitaban a un festín sencillo pero lleno de sabor y calor humano.
En los días tranquilos de la semana, antes de que el sol asomara sus primeros rayos, las vecinas del Barrio Punyaro se dirigían, casi en silencio, hacia la fuente, aprovechando las grandes piedras que formaban su lecho. Allí, entre el murmullo constante del agua, lavaban la ropa, sumergiendo las telas en las aguas frías, mientras las piedras, como testigos de tiempos inmemoriales, se mantenían firmes. Pero este ritual cotidiano no era solo un momento de trabajo; era también un espacio donde las voces se entrelazaban, donde las palabras fluían tan naturalmente como el agua que las rodeaba. Durante ese tiempo, las mujeres no solo hablaban de los sucesos del día a día en la ciudad o de las vicisitudes de sus familias, sino que también compartían los relatos que mantenían viva la memoria del pueblo, aquellas leyendas que, a través de generaciones, formaban parte del alma colectiva de Otavalo.
Se hablaba de la "Viuda" que recorría las calles solitarias de la ciudad, de las "Ánimas benditas" que se aparecían en las noches más oscuras, de la misteriosa "Caja ronca" que surgía en los lugares más insólitos del pueblo, trayendo consigo el susurro de los espíritus. Pero la más importante de todas las historias, la que siempre ocupaba un lugar especial en sus conversaciones, era la leyenda de "La Sirenita de la Fuente de Punyaro". Se decía que era una joven de indescriptible belleza que, al igual que las aguas de la fuente, reflejaba pureza y serenidad. En el relato más popular, la Sirenita se enamoró de un otavaleño, un hombre de su tierra y él correspondió a su amor con la misma pasión, pero la vida de ambos transcurrió en tiempos distintos. Ella, en su juventud eterna y él, envejeciendo lentamente, hasta morir de viejo como un ciclo que se cerraba, marcado por el paso de los años.
Sin embargo, otras versiones daban un giro oscuro a la historia. Decían que esta joven hermosa no era tan bondadosa, que su belleza escondía algo más sombrío. Se aparecía solo a la medianoche, en la quietud más absoluta y quienes, por alguna razón la veían, caían como autómatas en un trance irresistible, lanzándose hacia las aguas heladas de la fuente, donde la muerte los aguardaba, como si ella misma fuera la guardiana de un destino fatal. Cada una de estas historias se tejían, mientras las vecinas tenían sus manos ocupadas en el agua.
A las seis de la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse, las mujeres de Punyaro se reunían en la parte más alta de la Fuente. Iban con un solo propósito: repasar las barras y cánticos para alentar al equipo de fútbol del barrio. Allí, con seriedad, repasaban las palabras y ajustaban los tonos. Era un acto más que una simple práctica; era una manifestación de apoyo, de unión y de fuerza colectiva. No solo se trataba de cantar por cantar, sino de dar voz a quienes, con valentía, representaban al barrio en el campo de juego. En esa hora, el fútbol no solo era un deporte, sino una extensión del espíritu comunitario, una manera de alentar a sus esposos, hijos y hermanos, quienes se entregaban al juego con el mismo corazón y esfuerzo con que las mujeres entregaban sus voces.
Para mi madre, la Fuente de Punyaro fue más que un simple rincón de la ciudad, fue el escenario de su juventud, de su historia personal, de sus conversaciones y de sus primeras conexiones con la gente de Otavalo. Hoy, cuando cierro los ojos y pienso en ella, puedo escuchar su voz evocando aquellos momentos, como un eco lejano que persiste en el tiempo. La Fuente de Punyaro sigue viva, bajo la estructura que ahora la sostiene y en los recuerdos de aquellos que la conocieron, como mi madre que, al hablarme de la Fuente, me legó un trozo de su alma.
Dorys Rueda, Voces y Recuerdos de Otavalo, 2025