La ausencia no se escribe con tinta, sino con vacíos que se despliegan en lo que falta, en lo interrumpido, en lo que ya no está. Su sintaxis se fragmenta, convirtiéndose en un espacio de espera, donde los elementos quedan suspendidos, entre lo que fue y lo que ya no será, entre el silencio y el dolor. El sujeto se desvanece, incapaz de sostenerse. El verbo queda suspendido, detenido en un tiempo que no avanza; el adjetivo se disuelve, incapaz de dar forma a lo perdido, mientras que el artículo se esfuma, dejando la frase incompleta. En la morfología de la ausencia, las palabras pierden su cuerpo, convirtiéndose en fragmentos suspendidos que ya no alcanzan a formar un todo palpable. La puntuación no organiza, sino que sugiere, abriendo espacios que profundizan el vacío y el sufrimiento. La coma se convierte en un respiro cargado de contradicción, entre lo dicho y lo que permanece implícito, como una señal de lo inalcanzable, de lo que causa congoja. El punto y coma, en cambio, marca una espera infinita que puede frustrar porque no hay una resolución. El signo de interrogación se convierte en un eco de incertidumbre, una pregunta cuya respuesta jamás llega. Los puntos suspensivos, al final, se convierten en el símbolo melancólico de lo ineludible, insinuando aquello que ya no puede ser dicho.

La ausencia es la elipsis que abre espacios de significado, un vacío que no solo marca lo que falta, sino que se llena de interpretación. No es simplemente lo que se ha ido, sino lo que permanece en el silencio, lo que persiste en lo implícito y que, en su propia ausencia, genera sufrimiento. En lugar de desvanecerse, esta huella se intensifica en su invisibilidad, como una presencia que no se ve, pero que se siente con una fuerza palpable. La ausencia se teje en lo no expresado, creando un espacio donde, al enfrentarse a lo callado, la persona proyecta sus propios significados, llenando ese vacío con emociones y recuerdos que no pueden ser verbalizados. Su verdadera fuerza radica en su capacidad de sugerir sin nombrar, de evocar pensamientos que, aunque inalcanzables en palabras, resuenan con una intensidad que va más allá de lo que se muestra, transformándose en un eco que persiste en la memoria.

La ausencia, como ambigüedad, es un espacio fluido donde lo perdido sigue vivo en su propia indefinición. En esta ambigüedad, la persona experimenta un amor que, aunque intangible, se vive de manera real. No depende de lo concreto ni de lo visible, sino que se nutre de lo que permanece sin ser dicho, de la huella emocional dejada por lo irrecuperable. Este amor no busca certezas ni definiciones, sino que encuentra su fuerza en la permanencia de lo ausente, transformando lo que se ha perdido en una presencia silenciosa. Es un lazo que no se destruye, sino que se intensifica con el tiempo, convirtiéndose en algo profundo, que se arraiga en el corazón y la memoria, creciendo a medida que los días pasan, como una conexión invisible que persiste más allá de lo visible.

 

La ausencia no es un lenguaje roto, aunque su dolor sea palpable. Es un lenguaje que respira entre las grietas, como una herida que nunca termina de cicatrizar, pero que sigue latiendo. Es una palabra a medio pronunciar, que se desvanece en el aire antes de alcanzar su plenitud. No se desploma en fragmentos, sino que persiste, palpitante, en su incompletitud. La ausencia habla desde el umbral, desde esa frágil línea que separa lo que está de lo que ya no está. Se teje en el propio lenguaje, no como algo que se desintegra, sino como algo que permanece, a pesar de su falta, en lo que no podemos tocar, pero que sentimos. Es una sombra fiel que acompaña sin necesidad de ser vista, dejando su huella en cada rincón de nuestra vida.

La ausencia es como un relato que se escribe sin palabras, una historia que persiste sin un narrador, pero que se despliega a través de los vestigios de lo que se quedó atrás. Aunque no haya una voz que la cuente, se plasma en los recuerdos, esos que se aferran al paso del tiempo y nunca se desvanecen por completo. Es una narración en perpetuo ciclo, marcada por pausas que se convierten en capítulos que se repiten y se transforman según lo que sentimos, lo que hemos vivido, lo que amamos. No tiene principio ni final, pues se reinventa constantemente con cada emoción, cada pensamiento, cada fragmento de amor. Esta narrativa no se cimienta solo en lo que fue, sino también en lo que nunca llegó a ser, en lo que quedó incompleto, en lo que se perdió sin llegar a concretarse. A través de la ausencia, la historia no avanza de manera lineal, sino que se construye en los huecos de lo no dicho, en lo que quedó pendiente. Es un relato que no necesita un cierre, porque, aunque siempre incompleto, se extiende más allá de lo visible, como una sombra que persiste sin dejar de marcar su presencia, insinuándose en lo que fue y en lo que pudo haber sido.

Por último, la ausencia es el tiempo de la historia que adquiere una naturaleza subjetiva, donde cada segundo se convierte en una eternidad, donde lo no expresado cobra más peso que lo dicho. Es un tiempo que se desvía de la línea recta, que se expande y transforma, invitándonos a experimentar lo que no se puede medir por el reloj, sino por la huella profunda que deja en nosotros. La ausencia, al alterar el curso normal del tiempo, nos enfrenta a lo que quedó atrás, dándole una relevancia que no se puede medir en términos de duración, sino en la intensidad de lo ausente.

En suma, la ausencia, aunque intangible e invisible, ejerce una influencia constante sobre nuestra existencia a través de la memoria. Aunque produzca frustración, dolor y deje un vacío difícil de llenar, en su forma más profunda, se revela como una manifestación silenciosa del amor, un amor que persiste más allá de lo perdido, que crece en lo no expresado y se fortalece en su incompletitud. Este amor no busca ser comprendido ni explicado, sino que se experimenta en la quietud de lo irrecuperable, en el espacio entre lo dicho y lo que permanece sin decir.

 

Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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