Voy a hablar de Otavalo, pero no del que aparece en los titulares del presente, ese que se enfrenta a las sombras de la inseguridad, los vaivenes políticos, los desafíos sociales y las crisis económicas. Hablaré del Otavalo que vive de manera intemporal en mí, el que no se desvanece con el paso de los días, que permanece inmutable ante el tiempo y las circunstancias, y que sigue vivo en la memoria y en el corazón de quienes lo consideramos nuestro hogar. Hablaré del antiguo Mercado 24 de Mayo, que permaneció más de 40 años en pleno Barrio Central. Un mercado que sigue presente en mis recuerdos, con su bullicio, los colores que llenaban el aire y las familias que trabajaban al interior del mercado y aquellas que tenían sus negocios alrededor de él, todas contribuyendo a hacer de aquel espacio el verdadero pulso de la ciudad.
En los años 60 y 70, el mercado 24 de Mayo era mucho más que un simple lugar de comercio; era una plaza viva, donde los vendedores se refugiaban bajo improvisadas carpas y atendían a los cientos de personas que llegaban desde los pueblos rurales, en busca de lo necesario para la semana. En ese espacio se reflejaba el espíritu de Otavalo, un punto de encuentro entre indígenas y mestizos, compartiendo el mismo escenario de intercambio. El colorido del mercado no solo cautivaba a quienes vivían en la ciudad, sino también a turistas y visitantes de todos los rincones, atraídos por la singularidad de la feria. Era el destino turístico por excelencia, un lugar donde tradiciones, culturas y costumbres se fundían en una atmósfera vibrante, un reflejo de la esencia misma de Otavalo.
Recuerdo los sábados de 1975, tan vibrantes. Antes de las cinco de la mañana, cuando la ciudad comenzaba a desperezarse del sueño profundo, los comerciantes, con rostros curtidos por el sol y manos que hablaban de esfuerzo y dedicación, llegaban cargados con productos frescos, artesanías y toda clase de mercancías, como si cada objeto llevara consigo una historia esperando ser descubierta. En un abrir y cerrar de ojos, las carpas se alzaban, como si el mercado despertara con los primeros rayos del sol. A las cinco en punto, la música de los kioscos se fundía con el viento andino, marcando el inicio de un día que se extendía sin prisa, como si quisiera durar eternamente. A las siete, los vendedores de desayuno alzaban la voz, anunciando café, colada y morocho con empanadas, una invitación cálida para sumergirse en el bullicio del día. Los aromas de estas delicias, intensos y reconfortantes, se filtraban en el aire, impregnando cada rincón con su esencia. Era como si el mercado cobrara vida a través de esos olores, dando forma al ritmo de todo lo que estaba por suceder.
Cada sección del mercado reflejaba la esencia misma de su composición. Las telas, desplegadas como fragmentos de un lienzo aún por terminar, ofrecían colores que susurraban historias tejidas en cada hilo. La sección de frutas y verduras se entrelazaba en una maraña de formas y tonos, como una visión efímera de lo que la tierra había regalado. La carne y el pescado, elementos primordiales y palpables, se ofrecían como testimonios de la vida en su estado más crudo, mientras que las patatas y los granos, sencillos y discretos, formaban filas como recuerdos de lo esencial. Cada rincón no solo albergaba mercancías, sino también el alma de una familia, el reflejo de su esfuerzo y trabajo diario, una huella indeleble de la dedicación que latía en cada rincón del mercado.
A las nueve de la mañana, los vendedores ambulantes comenzaban a hacer su aparición, como figuras que emergían de la misma esencia del mercado. Con una mirada aguda y una voz que rompía el aire, sus gritos se entrelazaban con el bullicio del lugar, ofreciendo desde objetos insólitos hasta pequeñas maravillas cotidianas que se deslizaban entre las manos de los transeúntes. Cada uno completaba ese entorno único, añadiendo una capa de magia y misterio a la escena. Su presencia era como un puente entre lo tangible y lo imaginario, donde lo mundano se convertía en extraordinario por el simple acto de ser ofrecido con tanto entusiasmo. Ellos no solo vendían productos, sino que tejían relatos al público.
A las diez de la mañana, el mercado ya se había apoderado de cada rincón, dejando escaso espacio para caminar entre las carpas o por las calles aledañas. Las voces se multiplicaban, las miradas se entrelazaban en un baile constante y el aire parecía vibrar con una energía imparable. Era un escenario digno de una novela, un retrato fiel de la vida cotidiana, un microcosmos de caos organizado que se convertía en el alma misma de la ciudad, un lugar donde los sueños y las realidades se cruzaban sin cesar.
A partir de las 5 de la tarde, el bullicio comenzaba a disminuir paulatinamente y el ambiente del mercado se tornaba más tranquilo. La multitud se había dispersado, dejando los últimos vestigios de la feria aún en pie. Los comerciantes, con gestos mecánicos y acostumbrados, comenzaban a recoger sus productos, a plegar las carpas y a guardar cuidadosamente todo lo que había dado vida a la jornada. El aire, antes cargado de voces y aromas, se hacía más sereno, como si la ciudad misma respirara al ritmo de su descanso. Las luces se iban apagando una a una, mientras algunos vendedores, ya en la recta final, daban los últimos retoques a sus puestos, asegurando sus mercancías.
A las seis de la tarde, el mercado ya había cerrado sus puertas. El lugar, que horas antes había rebosado de vida, ahora parecía exhausto, como una figura que se prepara para descansar. El bullicio había dado paso a un silencio profundo y el eco de la feria, junto a las historias que habitaron sus rincones, se desvanecían lentamente, dejando solo la quietud de un espacio que aguardaba, sereno, el despertar del nuevo día. Entonces, el mercado se volvía mágico, transformándose en el centro de atención de los hijos de los vendedores, tanto los que trabajaban dentro como los que tenían sus negocios alrededor.
Un gran número de niños salíamos a jugar por la noche, porque en aquel entonces no temíamos hacerlo; no necesitábamos televisión, internet ni celulares para divertirnos. Niñas y niños jugábamos a las escondidas, al bombón, a los billusos (los empaques de las cajetillas de cigarrillos), a las cogidas, al "anda virundo virundero", la rayuela, al arroz con leche, a las topadas, a las tortas, al florón, a las bolas (canicas), a los trompos y a los tillos… Incluso se armaba la cancha de fútbol en plena calle Modesto Jaramillo. Era la época en que nuestros padres y abuelitos nos contaban leyendas de la ciudad después de la merienda: El cura sin cabeza, la Sirenita de la Fuente de Punyaro, la Ventana del Imbabura, la Viuda del cementerio, el Misterio del Socavón y, por supuesto, María Angula, la más temida y famosa de todas. Jugábamos hasta la medianoche, cuando las voces de nuestras madres comenzaban a llamarnos, un recordatorio suave de que era hora de regresar a casa.
Aquellos juegos y leyendas, guardados en la memoria de quienes crecimos entre sus calles y su gente, aún permanecen intactos, como un eco que se niega a desvanecerse. El Mercado 24 de Mayo, con su bullicio, colores y tradiciones, sigue vivo en quienes lo vivimos, no solo como un lugar físico, sino como un símbolo de comunidad y raíces profundas. En sus espacios se entrelazaban historias, se compartían costumbres y se forjaban lazos que perduraban más allá del tiempo. Aunque el mercado ya no existe en la forma que era, su espíritu persiste, como un murmullo del pasado que nunca deja de hablar, resonando en la actual Plaza Cívica, porque los lugares que marcaron nuestras vidas no desaparecen; permanecen con nosotros, llevados en la memoria colectiva como un faro que, aunque lejano, sigue guiando nuestros pasos, recordándonos lo que fuimos y lo que seguimos siendo.
Dorys Rueda, Voces y recuerdos de Otavalo, 2025