El reloj es ese objeto al que recurrimos más veces de las que quisiéramos, esperando que nos revele algo más que su marcha imparable. Es un compañero sin juicio ni perdón, cuya presencia refleja con precisión nuestra travesía por el tiempo, un camino que avanza sin detenerse. A ese objeto recurrimos en busca de respuestas, pero lo único que nos ofrece es su ritmo constante e inquebrantable. Un testigo silente, que avanza con la misma indiferencia, sin distinguir entre quienes se entregan a su disciplina y quienes lo desafían con calma.
En su tic-tac se revela una obra en constante formación: decisiones no tomadas y momentos que se esculpen y desaparecen. Como el mármol que cede bajo la mano del escultor, el tiempo avanza con una precisión implacable, donde algunos se entregan a su flujo, dejándose modelar, mientras otros intentan desafiar su ritmo, luchando contra la forma que ya empieza a tomar.
Cada mirada al reloj se convierte en una invitación a la reflexión, un recordatorio de cómo nos relacionamos con el tiempo, como si fuera un juego sin reglas, en el que cada uno marca su propio compás. Mientras algunos quedan atrapados en su medida fija, otros se pierden en la ilusión de poder controlar su flujo. Pero, como el cincel en manos del escultor, el reloj sigue su curso, imperturbable, como un río que avanza sin detenerse, mientras cada uno busca en sus aguas los momentos que se escapan, sin posibilidad de regreso.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025