Lo que más duele no es la tristeza en sí, sino la ausencia de quienes partieron. Ese vacío se abre en los lugares donde alguna vez estuvo su risa, su voz, su compañía. Son huellas que no se borran ni con la noche ni con la luz del día, están grabadas en los espacios cotidianos donde solían habitar.
Los que se fueron nunca terminan de irse. Habitan como ecos suspendidos, como presencias suaves que regresan sin ser llamadas. A veces basta una canción, un aroma, un objeto olvidado en un cajón, para que vuelvan de golpe y nos devuelvan la certeza de que siguen latiendo en nosotros.
Son pérdidas que aprendimos a callar, porque ya no se gritan. Se guardan en silencio, como nidos invisibles acunados en el alma. No necesitan palabras para recordarnos su peso: están en la manera en que miramos una silla vacía, en la pausa antes de pronunciar un nombre, en la costumbre de esperar un saludo que ya no llega.
Y es allí donde aparece la tristeza, no como tormenta que destruye, sino como un aire que envuelve ese vacío. Se cuela en los silencios, acompasa el pulso, se instala sin pedir permiso. A veces arde y desgarra; otras veces se posa con suavidad, como si quisiera proteger lo que aún duele.
En su forma más honda, la tristeza nos recuerda que lo amado sigue vivo en nosotros, aun en su ausencia.
Aceptar la pérdida no es olvidar, sino aprender a vivir con quienes ya no están. Es reconocer su huella en el rumor de la memoria, en los gestos mínimos que quedaron como herencia. La tristeza, entonces, no es enemiga: es el rostro callado de un amor que se resiste a morir.
En el fondo, ese dolor silencioso es también testimonio. Duele porque amamos y permanece porque ese amor nunca se va del todo.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025