Lo que más duele no es la tristeza en sí.

Es la falta.

Esa ausencia que aparece justo en los lugares donde antes había algo: una risa, una voz, una presencia que ya no está. Duele porque el espacio sigue ahí, intacto, esperando. La casa, la silla, el camino de siempre. Todo permanece, menos quien lo llenaba.

Quienes se fueron no terminan de irse del todo. Se quedan de otra forma. A veces regresan sin aviso: en una canción que suena de pronto, en un olor conocido, en un objeto que aparece al fondo de un cajón. No los llamamos, pero vienen. Y por un momento, sentimos que siguen ahí.

Hay pérdidas que ya no se lloran en voz alta. No porque no duelan, sino porque aprendimos a guardarlas. Se vuelven silenciosas, casi domésticas. Están en la mirada que se detiene un segundo más en una silla vacía, en la pausa antes de decir un nombre, en esa costumbre difícil de perder: esperar a alguien que ya no llega.

La tristeza aparece ahí. No como algo que arrasa, sino como algo que acompaña. Se instala despacio. A veces pesa y quema; otras veces apenas roza, como si supiera que duele, pero no quisiera hacer daño.

Con el tiempo, uno entiende que esa tristeza no viene sola. Trae consigo la prueba de que lo amado sigue vivo de otra manera. No está afuera, pero sigue latiendo adentro.

Aceptar la pérdida no es olvidar. Es aprender a caminar con esa ausencia. Reconocerla en los gestos pequeños que quedaron, en ciertas manías heredadas, en la memoria que vuelve sin avisar.

Al final, la tristeza no es una enemiga. Es una forma callada del amor.

Duele porque hubo vínculo.

Permanece porque ese amor, de algún modo, no sabe irse.

 

     

Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2,2026

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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