
Esta historia me la contaron mis alumnos David del Valle y Dayana Vega, quienes, a su vez, la recibieron de don Nelson Hugo del Valle Díaz, abuelito de David, en Sangolquí, el 9 de enero de 2018.
Así comienza la narración de un acontecimiento que vivió don Nelson Hugo del Valle Díaz:
La historia que voy a contar tiene que ver con lo que le sucedió a mi hermano menor, Pablo Marcelo Del Valle Díaz y a su amigo, a quien todos llamaban "Che Che Che". En aquellos tiempos, era muy común conocer a las personas por sus sobrenombres, una tradición que reflejaba lo cercana y familiar que era nuestra comunidad.
La estricta disciplina de nuestros padres marcaba nuestra vida. Si llegábamos tarde a casa, no solo recibíamos un regaño, sino también un severo castigo físico. En mi caso y en el de mi hermano, si llegábamos después de las seis de la tarde, nos castigaban con un látigo, una costumbre bastante común en los hogares de esa época. Para evitar ese doloroso castigo, mi hermano y su amigo adoptaron una costumbre curiosa: se escapaban juntos y se iban a dormir en el corredor de alguna casa abandonada, preferiblemente alejada del pueblo, donde pensaban que estarían a salvo de las consecuencias.
Una noche, mientras se acomodaban en el frío y áspero suelo del corredor de una casa en ruinas, un silencio profundo se apoderó de la noche, interrumpido solo por el suave susurro del viento que pasaba entre las grietas de las paredes. Pero aquella noche algo extraño se manifestó. Al principio, empezaron a escuchar un leve sonido, apenas perceptible: era un crujido lejano, como si algo o alguien caminara pesadamente sobre las tablas de madera que, envejecidas por los años, rechinaban bajo el peso. Sin embargo, el ruido fue creciendo en intensidad, cada vez más claro, más marcado, como si alguien estuviera dando pasos decididos, pesados.
Los jóvenes, al inicio, pensaron que podría ser algún animal de paso, un zorro o alguna criatura nocturna que deambulaba por las cercanías, algo común en las noches frías del lugar. Pero, con el paso de los minutos, el sonido comenzó a ser más inquietante. No se trataba de pasos desordenados ni suaves, sino de pasos firmes, casi como si alguien estuviera caminando con una determinación escalofriante. La madera de la casa parecía vibrar con cada zapateo. El ambiente se fue volvió más pesado, como si algo invisible estuviera acercándose.
El miedo comenzó a apoderarse de ellos, aunque el cansancio los mantenía medio dormidos, con los ojos entrecerrados y los cuerpos adormecidos por la fatiga del día. Sin embargo, había algo en el aire, algo que les decía que lo que estaba por suceder cambiaría para siempre su costumbre de pasar la noche fuera de casa. Lo que antes había sido una especie de escapatoria de la disciplina de sus padres, ahora se estaba transformando en una pesadilla.
En medio de la penumbra, mi hermano levantó la cabeza para ver qué era aquello que interrumpía su descanso. Fue entonces cuando vio la figura de una mujer, vestida completamente de negro, apoyada en la baranda del corredor. Aunque parecía estar inmóvil, algo en su presencia provocaba una inquietud inexplicable. Sus rasgos eran difusos, como si la oscuridad los estuviera devorando.
Impulsados por la curiosidad, como solo los jóvenes pueden hacerlo, se levantaron y se acercaron, tal vez pensando que podrían hacerle una broma o burlarse de la aparición. Pero cuando la mujer giró lentamente su rostro para descubrir lo que ocultaba bajo su manto, el terror se apoderó de ellos. Lo que apareció ante sus ojos no era un rostro humano, sino una aterradora calavera, con los ojos vacíos y un semblante que no dejaba lugar a dudas: era un espectro, una aparición de ultratumba.
El aire se congeló a su alrededor y un grito silencioso recorrió sus venas. El miedo fue tan intenso que no pudieron articular una palabra. Con el corazón desbocado y los cabellos de punta, salieron corriendo sin mirar atrás, a través de las oscuras calles. Desde ese momento, nunca más se atrevieron a dormir en casas ajenas, abandonadas o desconocidas. El recuerdo de esa noche, de ese encuentro con lo desconocido, les quedó marcado, enseñándoles que en los rincones más oscuros pueden esconderse horrores inimaginables.
La historia de mi hermano y su amigo, "Che Che Che", con el paso de los años se convirtió en una leyenda, contada entre generaciones. Algunos decían que la mujer vestida de negro era un alma en pena, condenada a vagar por las casas abandonadas, esperando a aquellos que se atrevieran a desafiar la oscuridad de la noche. Otros creían que era una representación de un castigo para los jóvenes que no respetaban las reglas.