Hace muchísimos años, en Sangolquí, todos hablaban de que en las noches se aparecía el duende, un ser horrendo, pequeñito y con un gran sombrero de paja, a quien le gustaba mucho molestar a las personas, sobre todo, a los niños que habitaban en las fincas y caseríos. Les invitaba a jugar con él en medio de los potreros hasta altas horas de la noche y cuando los chicos volvían a casa, estaban rasguñados, sucios, enfermos y con una fiebre que no les pasaba por días.
De niño, a mí me gustaba jugar con otros amigos en los grandes terrenos, donde había plantas, árboles y pastos naturales, especialmente en uno en el que había un árbol frondoso de aguacate serrano, que era pequeñito. Hasta ahora lo recuerdo.
Por el asunto del duende, pasadas las seis de la tarde, ya debíamos terminar los juegos y regresar a nuestras casas. Pero a veces nos quedábamos hasta más tarde y jugábamos, aunque con un poco de miedo, porque la gente decía que el duende vivía entre los árboles de aguacate. Esa era su guarida y como su guardián, esperaba a los niños traviesos para invitarlos a jugar y luego enfermarlos.