Mario Conde
El antiguo Quito era un reducido asentamiento urbano que iniciaba en el sur en La Magdalena y se extendía al norte hasta lo que hoy es la avenida Colón. Pese a esta extensión limitada, la Policía Nacional, que en aquellos tiempos se denominaba Cuerpo de Carabineros, tenía grandes inconvenientes para organizar la vigilancia nocturna de algunos sectores de la ciudad, en especial el puesto de la plazoleta del Carmen Bajo, frente al hospital San Juan de Dios. A causa de las personas que fallecían allí, la gente decía que en la noche el lugar era lúgubre y tenebroso. Cuando los carabineros eran asignados a este sitio, se santiguaban de antemano pues sabían que les esperaba una ronda terrible, llena de temor ante la posibilidad de tropezar con un alma en pena o con espectros del más allá.
Julio Benítez y Aníbal Parra eran dos jóvenes carabineros. Una noche les tocó vigilar el puesto frente al hospital, entre las calles García Moreno y Rocafuerte. Todo estaba oscuro y soplaba un viento helado. Los jóvenes temblaban de frío y se animaban con su conversación, tratando de distraerla mente para no acordarse de las historias de aparecidos que, se decía, vagaban por allí.
En aquellos tiempos no existía el alumbrado público. La ciudad estaba envuelta en tinieblas. Los ladridos de los perros parecían anunciar que algo horrible sucedería.
A las once, las campanadas de San Francisco repicaron y “los chapitas” salieron de su puesto a hacer una ronda. Se encaminaron por la García Moreno en dirección a la Veinticuatro de Mayo -en aquellos años era una quebrada conocida como Jerusalén- por donde cruzaba un pequeño camino que subía a la capilla del Robo, a San Roque y al cementerio de San diego. Cuando los jóvenes llegaron a la quebrada y bajaron hasta la calle Venezuela, se detuvieron al ver que unas luces brillaban por el sur de la capilla como si provinieran desde el cementerio.
Los carabineros creyeron que eran unos ladrones y se escondieron para ver qué tramaban. Todavía lejos, observaron que las luces se aproximaban y empuñaron las macanas. Pero de un momento a otro perdieron el valor cuando escucharon un sonido monótono y lúgubre, como si fuera el tocar de un tambor: “tararán tan tan, tararán tan tan…” Al mismo tiempo, en medio de la noche, se oyó un silbido de flautín que parecía acompañar el tambor. Los chapitas miraban angustiados entre la oscuridad. Estaban soñando o aquellas luces formaban parte de una procesión de seres del más allá que bajaba desde el cementerio.
Los chapitas se refundieron aún más en su escondite, sin atreverse a mover un solo músculo. Al rato, al fondo de las sombras que parecían un cortejo fúnebre, observaron una carroza que avanzaba envuelta en llamas. Bajo el resplandor del fuego y cuando los golpes siniestros se escuchaban a no más de una cuadra, vieron espantados la totalidad de la procesión. La encabezaban dos espectros vestidos de rojo. Uno iba tocando una caja cilíndrica, a manera de tambor; el otro, un flautín que con su silbido acompañaba el compás macabro de aquella caja ronca. Tras ellos venían dos hileras de seres encapuchados de negro, quienes portaban unos largos cirios blancos encendidos con una luz mortecina. Al final de la procesión avanzaba la carroza en llamas, guiada por un ser que tenía el rostro negro, dos cuernos enroscados como carnero y una capa roja que le cubría el cuerpo. El mismo demonio cerraba su cortejo infernal.
Los carabineros estaban paralizados, respiraban apenas y el corazón les latía aceleradamente. Esperaban que la procesión diabólica doblara por la García Moreno, una cuadra más arriba, y se dirigiera al San Juan de Dios. Pero un terror demencial los invadió al ver que aquellos seres del averno venían en dirección a ellos. Cuando los espectros se hallaban a pocos pasos, el carabinero Parra, el más medroso de los dos, salió del escondite dando alaridos y se puso a correr como alma que lleva el diablo.
Julio Benítez arrancó a toda carrera detrás de su compañero. Ninguno se detuvo hasta llegar al puesto de guardia, dos cuadras más arriba.
Los chapitas se encerraron en la garita, temblando y sin poder articular palabra. Creyeron que todo había pasado, pero de pronto volvieron a escuchar el escalofriante “tararán tan tan, tararán tan tan…” que subía por la Rocafuerte como si hubiera dado la vuelta tras ellos. Espantados y con los pelos parados, se ovillaron dentro de la caseta, espiando por las rendijas. Una oscuridad total dominaba la ciudad y los ladridos de los perros volvían más aterrador el redoblar de la caja ronca. Entonces las llamas de la carroza infernal iluminaron la calle y la procesión pasó frente a ellos. Unas manos espectrales parecían golpear el puesto de guardia con furias diabólicas.
Los carabineros se santiguaban y rezaban con fervor. De pronto, algo o alguien se movió a sus espaldas. Regresaron a ver y allí estaban, dentro de la caseta, dos seres macabros que portaban sendos cirios en las manos huesudas. Gritaron locos de horror, se incorporaron y atacaron con las macanas, pero los golpes atravesaban esas sombras espectrales. No pasó un minuto antes que los dos amigos cayeran desvanecidos, con los ojos desorbitados y echando espuma por la boca.
Nunca supieron lo que ocurrió después. El carabinero Julio Benítez despertó a las cinco de la mañana, al clarear el día. Recordó los sucesos de la noche anterior como si se hubiese tratado de una pesadilla, no obstante, como evidencia de la realidad, estaba tirado en el suelo. Luego vio a su compañero a un lado y lo despertó. Ambos se miraron sin atreverse a comentar nada. Cuando el primero de ellos intentó levantarse, buscó en forma instintiva la macana, pero en su lugar halló un objeto largo y blanco, parecido a uno de los cirios que portaban los espectros. Lo agarró con curiosidad, y al instante lo soltó profiriendo un grito. El cirio era en realidad la canilla de un muerto.
En la actualidad, en el antiguo hospital San Juan de Dios funciona el Museo de la Ciudad. Muchos visitantes y guardias del lugar afirman que con frecuencia vagan por las salas o por los pasillos algunos aparecidos, y que en las noches oscuras se escucha el siniestro redoblar de un tambor: “tararán tan tan, tararán tan tan…” Es la caja ronca que viene a llevarse al infierno a las almas que penan allí.
Historias Ecuatorianas de Aparecidos. Grupo Editorial Amaranta, 2005.
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