Hace algunos años, en la parroquia de Tumbaco, mi padre asistió a un evento de trabajo que tenía lugar en los alrededores del parque central de Tumbaco. Nuestra casa se encontraba muy cerca de allí, apenas a unas dos cuadras.
Debido a la cercanía entre la casa y el lugar de la reunión, mi padre aceptó gustosamente quedarse hasta tarde, además, como no era peligroso caminar por las calles, no tuvo ninguna objeción en ir. En ese tiempo, no existían los robos y secuestros que ahora azotan al país.
Al terminar la reunión, mi padre empezó a caminar rumbo a la casa, pero, al cruzar frente a la iglesia, una sensación extraña le envolvió. Sintió que alguien le estaba siguiendo. Él nunca se imaginó de que se tratase de un ladrón. Pensó, más bien, en cierto vecino que posiblemente podía estar caminando por allí, pero por las dudas prefirió acelerar el paso.
No obstante, la sensación de que alguien lo seguía, se intensificó más. Le venció la curiosidad y decidió mirar hacia atrás. Entonces, observó la figura de lo que parecía ser una mujer cubierta con un manto negro, que estaba parada fuera de la iglesia. Al verla, mi padre se paralizó del miedo.
Notó que la mujer se le aproximaba cada vez más. Entonces, intentó correr, pero su cuerpo no le respondió. No podía moverse, se sentía débil y sin fuerzas, sin embargo logró caminar hasta la esquina del parque. Regresó a ver y observó que la mujer estaba atrás suyo y le miraba fijamente. Mi padre atemorizado empezó a orar, mientras corría con la esperanza de llegar rápido a la casa. Cuando golpeó la puerta con fuerza, mi madre salió a abrirle. Él, angustiado, le contó todo lo que le había sucedido.
Mis padres pensaron que probablemente se trataba de la Llorona de Tumbaco, una mujer que decían había perdido a sus hijos y que ahora, ya muerta, se presentaba a los hombres borrachos y viciosos que frecuentaban las calles a altas horas de la noche.
Portada: Pamela Chango