Laura Pérez de Oleas

Julio: mes de plenitud, de tónica pujanza, de luces amables, en que es grato sentirse un poco emperezados. Mes de calma y de los mejores crepúsculos que nos hacen sentir en el cuerpo un ardiente ímpetu juvenil y da a nuestras pupilas un reflejo levemente melancólico. Reinado del sol que nos quema la piel y pone en nuestras amas ansias de dicha, de paz, de entrega…Julio secó los rosales del jardín pero hermoseó los campos que rubios y voluptuosos ofrendan su pulpa de vida, de savia… Mes que repleta los graneros y las arcas del rico avariento. Mes de las golondrinas, de los pajarillos todos que tejen sus nidos de amores en la frondosidad de la huerta, cuando las aves rebuscan sus más sonoros  trinos y los campesinos trabajan, sueñan y cantan… Mes del estudiante. Ansiado por el que aprovechó en el aula; temido por el que despilfarró el tiempo, la mocedad, el dinero. Época de inquietudes, de exámenes, de arrepentimiento tardío de los negligentes De angustias para el sin fortuna que no puede acicalarse con la ropa nueva.

Y es en Julio de 1798 cuando Juan de la Vega, mozo de veinte y cinco años, de noble abolengo, descendiente de españoles arruinados y en orfandad completa de padre, madre y dinero, notó que sus botas de charol que un día relucieron al sol dominguero se tornaban cómplices de los dedos curiosos que, rompiendo suelas y cuero, miraban sorprendidos el desigual empedrado de las calles de Quito. Amargó a Juanito tal descubrimiento. ¿Pero cómo remediar tal desventura? ¿Cómo presentarse a rendir sus exámenes con estas botas desvergonzadas que a lo mejor al extender las piernas se reirían de los adustos profesores?

Mal estudiante no fue Juanito. Aunque bohemio y divertido, nunca faltó a clases. Soñoliento y cansado de la farra, cumplió sus deberes estudiantiles. Esta cualidad le ganó el afecto de sus profesores. Su alegría y desprendimiento le hicieron querido entre sus compañeros. Estaba seguro del buen éxito de sus exámenes; pero no se atrevía a presentase con un calzado tan deteriorado. Lo que sí poseía, y con orgullo, era una magnífica capa de estilo español que heredara de su padre. El fino  y rico paño negro conservóse intacto a través de los años y sus vueltas de terciopelo escarlata estaban tan sedosas y brillantes como cuando lucieron sobre los hombres de su ascendiente. Pero lo que menos necesitaba por lo pronto era la regia capa española. Pensó cambiarla por un vestido y botas nuevas. Se arrepintió enseguida. ¿Cómo podía un caballero estar sin capa? La empeñaría. ¿Pero cuándo y cómo podría rescatarla? Y tendrá que recluirse por las noches en su cuartucho, pues jamás se atrevería a salir, ni una sola noche, sin su compañera de aventuras a cuya aristocracia debía sus éxitos amorosos. En este conflicto se hallaba Juanito cuando irrumpió en su mísero cuarto de estudiante una banda juvenil. Notaron la tristeza del mozo. Interrogáronle la causa, y él contestó:

-No doy examen,

Sosprendióse la muchacha: -¿Por qué? Tú, tan aprovechado y estudioso y que tienes escrita una tesis tan brillante… Si fueras como nosotros, se comprende. ¡Pero tú…! No es posible, Juanito. Dinos qué te pasa. Las indecentes botas mostraron la desnudez de los dedos. Rieron de buena gana los compañeros de Juan. Por tan poquita cosa perder un año de estudios… Generosos, le ofrecieron ayuda. Y las monedas fueron cayendo de los rebuscados bolsillos a la rústica mesa del estudiante pobre. Cada uno puso todo el dinero que llevaba consigo. Mas como nunca falta el envidioso en las cosas buenas, allí estaba listo para amargar al muchacho.

¿Por qué gracia le regalamos las botas a Juanito? Que haga algún mérito, que se las gane –dijo Pepe Estrella, que siempre envidió el talento y la guapeza de Juan de la Vega.

-Estoy listo a ganármelas –respondió Juan- ¿Qué quieren que haga?

Y el malévolo insinuó: -Que esta noche vayas al cementerio de El Tejar. En el sitio abandonado que hay a la izquierda cerca de la quebrada, en la vieja pared donde enterraron a la suicida, tu novia, que pongas un clavo. Nosotros te esperaremos en el puente de la Recolección de El Tejar y al rayar la aurora iremos a ver si el convenio ha sido cumplido.

Escalofriante sorpresa sacudió  el alma de los mozos que recordaron con terror el terrible castigo que fue impuesto al espíritu de la suicida, que un día fue requerida de amores por Juan de la Vega. ¿Quién no sabía en Quito que el alma de la suicida estaba pendiente de un hilo invisible bajo el arco del puente de El Tejar? Todos los vecinos oían en las noches sin luna el quejido angustioso y persistente de la atormentada. Su cuerpo yacía abandonado en una lejana pared fuera del sitio bendecido del cementerio pues en aquella época era prohibido enterrar a una suicida en un lugar sagrado.

Blancor de angustia hubo en el rostro bello y varonil del mozo de las botas rotas. Pero audaz y valiente aceptó el reto. Dijo: no es verdad que el alma de la pobre niña sufra tortura. Yo, arrepentido de la falta, llevo flores silvestres a su tumba, que las cojo en las cercanías del cementerio. Voy todas las mañanas a pedirle perdón…Pero… a la noche… No sé… Es algo demasiado terrible para mí… No tengo miedo de Consuelo. Sé que me ha perdonado y que ella, a su vez ha sido perdonada, que su alma no está en pena… Iré… ¿A qué hora nos vemos?

-A las doce de la noche, en el puente de la Recolección –contestaron los estudiantes.

Y la cita que le diera la muchacha quedó vibrante en el alma del estudiante, que pagaba demasiado caro sus botas nuevas.

Juan de la Vega quedó solo con su recuerdo. La imagen de Consuelo golpeó su cerebro… Apasionada, espiritual, recatada y digna era aquella chiquilla primaveral que un día sintió por él un amor dulce, pero  que a veces se tornaba en devoradora e impetuosa pasión. Y fueron felices hasta que un día una vieja zahorí se acercó a la niña, con pretexto de pedir limosna, y en su baraja mugrienta, manejada con pericia de gitana. Leyó como en un libro fatídico y misterioso su desino lleno de lágrimas y traiciones… El hombre de bonita cara amaba a otra… se casaría con la otra y harían un viaje por unas aguas amargas… abandono… muerte… indicaban las copas… las espadas… Todo era verdad. Él, Juan de la Vega, le traicionó por mejorar su situación económica, pero la amaba… La niña se bebió un veneno… Y su almita romántica y soñadora quedó en vilo bajo el tétrico puente de El Tejar, como un eterno castigo a pecado de amor…

Una… dos… tres… hasta doce, dieron lentas las horas las campanas de las artísticas torres de la iglesia de San Francisco. No era lunada la noche, pero el infinito estaba cuajado de muchos rutilantes que alumbraban débilmente la adormida ciudad donde todos los candiles y faroles mataron sus luces pálidas y mortecinas, pues hacía más de tres horas que sonó la queda. Soledad, silencio, oscuridad  y misterio estaban enseñoreados de la romántica Quito. El sereno profanó el silencio con su paso cansado y la voz alcohólica.

-¡Las doce han dado y serenoooo…!

La linterna, con una vela de sebo dentro, que llevaba en la mano, proyectó su luz opaca sobre la silueta de un hombre que avanzaba en dirección a la Recolección de El Tejar. Llega al puente y se junta con un grupo de cinco hombres arrebujados en sus capas.  Hablan en voz baja unos momentos y entregan a de la Vega un martillo y un clavo. Los mozos quedan  a la espera bebiendo aguardiente en una botella que pasa de boca a boca.

Con aleteos de emoción en el corazón avanza el estudiante hasta la tapia del cementerio de El Tejar. Ágilmente la salta; toma para la izquierda, pasa el sitio donde entierran a los pobres y queda inmóvil a pocos pasos de la destruida pared donde duerme la suicida. El golpe escalofriante del misterio inunda de sudor su frente. Presiente en las sombras la figura magra de la muerte, señora de los mortales e inquietud de toda vibración humana. Refulge el martillo en la mano temblorosa y sus golpes resuenan lúgubres en  la noche callada  y solitaria. Se hunde el hierro fácilmente en la humedad del muro… Y el muchacho viróse para alejarse rápidamente de aquel sitio… pero… ¡oh pavura! Alguien le sujeta de la capa… Quiere huir y no puede. Horrorizado, sin atreverse a volver la cabeza, se imagina que  la desesperada mano de su amada lo retiene para vengar su traición de ayer y la profanación de ahora. Los minutos de mortal angustia rompen las arterias del corazón del mozo, cuyo cadáver, como un pingajo, ha quedado detenido por su capa española que, por dolorosa casualidad, se clavó al muro…

Pasan las horas… El viento susurra su eterna canción moviendo con aleteos de vampiro la elegante capa. A la distancia se oyen las campanas de la madrugada que tristemente tañen el toque de las Ave Marías.

 Edgar Freire Rubio, Quito: Tradiciones, Leyendas y Memoria, Colección Antares, 1994.
En Historias, leyendas y tradiciones ecuatorianas, Quito, CCE, 1962.
 
 
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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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