Por: Alfredo Fuentes Roldán

Temprano en la mañana del 24 de septiembre de 1810, una mujer delgada en extremo demacrada y casi un espectro, que parecía no haber probado bocado en mucho tiempo, mal cubierta en andrajos y arrastrando un chicuelo en sus mismas condiciones, tocó la puerta del convento de mercedarios de Quito, que se alistaban para la fiesta grande de su patrona, pidiendo ser recibida por el Padre Comendador. Le expuso que era nativa de El Chota, vieja cristiana de varias generaciones atrás, viuda de heroico soldado de la Independencia que por única sucesión le dejó una tropilla de diez hijos, el mayor de los cuales recién entraba en la mocedad y el menor, allí presente, a los que, por su pobreza extrema y pese a sus esfuerzos, no podía atender. Sabiendo de la proverbial caridad de los religiosos pedía le recibieran al muchacho, que quería entregarlo para que se hiciera parte de ellos, a quienes podría servir en tareas y oficios que le enseñaran pues era dócil, bueno y honrado, aparte de haber nacido sordo y mudo, pero lo que le había determinado a dejarlo a los pies de nuestra Señora de la Merced. Se resistió el Comendador porque las reglas de la comunidad no contemplaba el caso, pero los ruegos de la mujer y la tierna mirada del mozuelo valieron más que todo argumento contrario. Ya no se habló más. Ceferino, que así se llamaba el muchacho, ingresó al convento sin papeles, sin cumplir canónicas regulaciones y solo persignándose en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que era lo único que sabía. Cambió como pudo su tierra caliente por el frío de Quito y con la gracia y la ingenuidad de sus pocos años, comenzó a revolotear por los claustros como una avecita oscura en buen contraste con el hábito de los Padres, a quienes les cayó como venido del cielo y, cual más, cual menos, le enseñaron desde las primeras letras  y la suma-resta-multiplicación, hasta el mejor arte de barrer la inmensa iglesia y convento, pasando por los siete oficios, de modo que pronto se tornó en carpintero, albañil y maestro en artes menores. Fue nombrado Campanero y el toque de las siete campanas con su nota ya función específicas, desde la pequeña soprano hasta la enorme de quinientas arrobas hecha por el fundidor Don Francisco Anaya en 1737, dueña de una voz que se oye claramente hasta El Quinche, no fue problema sino oficio fácil, pronto dominado a la perfección.

Los temblores de febrero de 1797 destruyen una vez más convento e iglesia y la torre queda restaurada en abril de 1801, utilizando cada ladrillo y piedra, robusteciendo las paredes a dos varas de espesor, con lo que ya pudo subir a una altura de 45 metros. En su tercer cuerpo, el superior, se coloca un reloj igual al de la catedral de San Pablo en Londres, que en esa misma ciudad, en 1817, lo mandó a fabricar en Handle & Moore (Clerbenwell) el Padre Maestro Fray Antonio Albán. Tres años más tarde, en 1820, es inaugurado con pomposas ceremonias.

Ningún detalle pasó desapercibido para Ceferino, curioso y atento, deseoso de conocer los secretos de la máquina, en la insaciable fiebre de sus veinte años. Desde el primer instante se convirtió en el otro yo del reloj. Conversa, le hace bromas, le reprende cuando detiene la marcha, le da palmaditas en la más sensible parte premiando su buen comportamiento. Era el alma del reloj, que, sin autorización oficial, marcaba la hora de la capital de la República, con la ayuda del emplazamiento y la altura que permitían verlo desde cualquier punto de la ciudad. Las campanadas de la hora, la media y el cuarto de hora, se distinguían claramente entre el alboroto ciudadano y aún en la noche, la gran esfera luminosa servía de faro a los trasnochadores. Habiendo nacido con el reloj o no, todos eran voluntariamente sus vasallos y hacían girar sus vidas alrededor de sus tiránicos punteros. Cuando ocurrió algún daño y se inmovilizó, toda la vida quiteña dio traspiés. Así, no es de extrañar que Ceferino, que oía y hablaba a través de él, entablara amistad con todo el mundo, entendiéndose de maravilla con unos  y otros.

Su vida ya no fue suya. Era la del reloj y, por éste, de la ciudad. No había persona ni lugar extraño a su figura. Se hablaba más de él que del famoso pan de Sarasti o los monumentales quesos de Pesillo. Y lo que era trivial cosa, fue importante historia que corría de boca en boca.

De esta suerte se supo, con curiosidad y pavor, que el demonio rondaba alrededor de Ceferino. Que no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Que hacía todo lo posible para conquistarlo y él se defendía vigorosamente sin ceder un ápice en su fe. Entonces el enemigo malo le hacía graves pasadas, poniéndolo en trances difíciles y obligándolo así a pedir misericordia. Le tentaba en los oficios de la iglesia, deshacía su trabajo en la huerta, secaba el agua de la alberca y los dorados pececitos quedaban en mortal trance desbarataba andamios forzándolo a hacer acrobacias extremas, retiraba escaleras impidiéndole bajar de la torre, Aunque Ceferino salía siempre triunfante, no dejaba de sufrir serias consecuencias que, en lo espiritual, el confesor ayudaba a superar con rosarios y jaculatorias, en tanto que en lo material, el bondadoso fray Ambrosio atendía prestamente con emplastos de sebo con chilca, vigorosa ortigada o pomadas milagrosas que lo mantenían apto y presentable para la faena diaria. Él sufría con resignación y permanecía en su puesto. Cuando se le preguntaba por el origen de lastimadura o herida, no rehuía darse a a entender con prodigiosa mímica y un lejano sonido en la laringe, que el atacante era el diablo identificado  con cuernos y rabo, pezuña, cuerpo fosforescente, ojos llameantes, armado de descomunal fuerza, estrellándose contra el poder divino, sin el cual nada habría conseguido, porque ya alguien pudo descubrir que el demonio era dueño de la torre y no quería que nadie entrara sin su permiso en el recinto. Ceferino era el único que se había atrevido a disputarle el dominio y la lucha a muerte quedó declarada.  En la iglesia era diferente.  Los Padres la habían consagrado, pero como la torre se hizo rehízo más tarde, nadie se acordó de consagrarla y la bendición de campanas y reloj no alcanzó a la torre, de la que enseguida se adueñó el demonio y ningún poder iba a quitarle su primacía.

Manteniéndose la beligerancia, se extendió el dicho de que Ceferino tenía poderes sobrenaturales para resistir, en la forma que lo hacía, los demoledores ataques indudablemente propinados por el demonio y la figura del pobre campanero y relojero adquirió ribetes extraordinarios, en muchos ideales y siempre fantásticos. La gente ya lo miraba con respeto y temor. Los niños le señalaban medrosamente con el dedo. El personaje tenía gran notoriedad.

Así, día tras día, la comidilla cotidiana tenía nuevos alcances y no faltaba ya quienes hubieran presenciado, desde lejos por supuesto, tal cual ataque descrito en detalle. Mientras tanto, Ceferino seguía en su tarea, dando la hora a la vecindad y avanzando en celebridad y en años que le fueron plateando los zambos de la cabeza y disminuyendo facultades, al extremo de tener que ayudarse con un nudoso bastón para conservar el equilibrio, llegando el momento inevitable en que le era imposible subir y bajar de la torre. Los achaques de la edad habían podido más que su temible enemigo. Sin haber quien le dispute, el territorio infernal volvía a tener límites inviolables marcados con el coro alto y la nave izquierda del templo.

Sin poder hacer nada para contrarrestar la acción maléfica, la más grande pena de su vida fue aniquilándolo poco a poco. En el atardecer del 24 de septiembre de 1888, día de la fiesta jurada de Nuestra Señora de la Merced, se extinguió su último suspiro y la mirada postrera quedó fija en el reloj de la torre.

 Quito, Tradiciones, Obra completa, Ediciones Abya-Yala, 2013.

Portada: https://pixabay.com/es/ejecuci%C3%B3n-ni%C3%B1o-dibujos-animados-316910/

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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