A Nepalí  Merizalde

Cuéntase que en esta ciudad de las tradiciones Habían dos señoritas rebosantes de hermosura con sus cutis enrojecidos cual manzanas. Ambas jóvenes  repudiaban todas las comidas de que generalmente se sirve la gente para su alimentación, sintiendo en cambio un apetito singular y devorador por la carne humana, pues gustaban de la carne de cadáveres.

Según su costumbre, las dos amigas solían encaminarse a media noche al cementerio de San Diego. Saltaban las pequeñas tapias que cercaban el panteón y se dirigían hacia el nicho donde se hallaba un cadáver sepultado hace dos o tres días, que previamente habían tenido buen cuidado de escoger. Extraído que era  de la bóveda mortuoria del cuerpo inerte del fallecido al que le había tocado este par de antropófagas, era colocado sobe un gran mantel que tendían en el suelo y luego procedían con la mayor serenidad, demostrando gran satisfacción, a dividirlo y trincharlo para devorarle con avidez salvaje; terminando este cotidiano y suculento banquete, se marchaban muy tranquilas a sus casas.

Algún tiempo después, una de ellas se casó. La mesa el día de la boda estuvo exquisitamente aderezada y surtida con variantes manjares. Todos los invitados comían con sumo agrado de todas las viandas; mas con natural sorpresa de los convidados observaban que la novia no se hallaba conforme, ya que no se servía de ninguno de los platos que le ofrecían, pues todos le disgustaban. Su flamante esposo se deshacía en mimos, brindándole los más sabrosos bocados y escogidos guisos, a todo lo que ella manifestaba franca repugnancia.

Las dos mujeres que tornaron a verse después de pocos días de separación, se lamentaron por lo mucho que se habían extrañado y por sus carniceras privaciones. La recién desposada prometió entonces a su amiga salir esa misma noche a reunirse con ella para satisfacer su feroz voracidad. En efecto, a eso de las once de la noche, la joven caníbal escapábase de su casa sin hacerse sentir del esposo, el mismo que se quedaba profundamente dormido; ella, ya  en compañía de su congénere, fueron a disfrutar de su antropofagia, volviendo luego a su casa con igual cautela que a la salida.

Por algunos días su marido no se percató de las huidas nocturnas. Pero no tardó mucho en observar que su mujer salía de la casa a la media noche, cosa que despertó en el hombre las consiguientes sospechas y celos. Creyó en un principio que su cónyuge la traicionaba. A la siguiente noche fingió dormirse y se mantuvo en espía. Tan pronto como ella salió del dormitorio, levantóse y la siguió con las debidas precauciones. Vio que su esposa se encontraba con otra mujer que era nada menos que la compañera de vicio, y que se encaminaban hacia San Diego. Nunca se imaginó el hombre la escena de que iba a ser testigo.

Llegadas que fueron al panteón, las dos salvajes emprendieron su consabida tarea: buscaron el cadáver que les convenía, lo extrajeron de la fosa y se sentaron a comerlo hasta no más. El marido de la antropófaga se hallaba presenciando a escondidas lleno del mayor asombro y sobrecogido de terror. Iban ellas a levantarse ya de su comida canibalesca cuando él sorprendió a la que cúpole ser su consorte, asombrándose a su vista al momento que le gritaba: Infame, sucia… esto quería verte  y ahora basta, ni más contigo Adiós. Y se marchó todo él, medio espantado y confuso,  para no volver a verla más. Ella, sin manifestar la menor inquietud se limitó a decir tan sólo  que nada le importaba la pillada de parte de su esposo que le había motivado la separación instantánea de él; y salieron tranquilamente de la necrópolis, de vuelta a sus habitaciones.

Las vecindades empezaron a preocuparse de aquella pareja de casados, sospechando las causas que originaron la disolución de ese reciente matrimonio en forma tal que se escandalizaron todas las gentes.

Luego la Policía conociendo del asunto por referencias, resolvió descubrir lo que había de verdad. Siguiendo una noche la pista de estas extrañas mujeres, los guardianes del orden llegaron a sorprenderlas infraganti en su macabra comilona, amparadas por la oscuridad de la noche, lo solitario y tenebroso del recinto. Inmediatamente los guardas las tomaron presas y se las llevaron a la cárcel, donde hechas las investigaciones del caso y preguntadas por qué cometieron semejante acto de barbarie, ellas respondieron  que era innata esa su costumbre, y que no podían comer de otros alimentos por cuanto les eran detestables.

Como sanción, las dos vampiros fueron desterradas de la ciudad.

 Édgar Freire Rubio, Quito: Tradiciones, Leyendas y Memoria,
Colección Antares, 1994.
En Tradiciones quiteñas, Quito, Imprenta de José R. Défaz, 1935.
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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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