Dorys Rueda

 

Esta leyenda me la contó mi alumno Cristian Montenegro, quien a su vez la aprendió de su madre, doña Nelly Villota, una mujer que guarda en su memoria los relatos que sus mayores narraron junto al fogón.

Cuentan que, en las afueras de Quito, vivía una familia que poseía un terreno amplio donde el viento olía a hierba fresca y las tardes se llenaban de canto de mirlos. En un rincón del terreno crecía un antiguo árbol con enredadera trepadora de taxo, robusto y lleno de vida. Sus ramas y lianas, enredadas como trenzas antiguas, formaban un pequeño túnel natural donde el niño de la casa pasaba largas horas jugando. Allí, entre el aroma dulce del taxo maduro y la sombra tibia de sus hojas, decía encontrarse con un “amigo” que lo hacía reír.

La madre y la abuela pensaron al inicio que era imaginación infantil, pero pronto algo las inquietó: el niño hablaba de canciones que nadie conocía, de cómo su amigo lo ayudaba a trepar sin miedo y de su habilidad para esconderse tan bien que ni los perros podían hallarlo.

Movidas por la duda, una tarde decidieron esconderse entre los arbustos cercanos para observar al pequeño. Lo que apareció a su lado les dejó el alma helada.

Junto al niño estaba un hombrecillo diminuto, no más alto que un pequeño de seis años, con poncho oscuro, sandalias gastadas y un sombrero de paja que casi le cubría el rostro. Al levantar la cabeza aparecían primero su barba blanca y luego unos ojos vivaces. Era el duende, que trepaba con agilidad por la enredadera, silbaba melodías hipnóticas y hacía aparecer pequeñas flores secas entre las manos del niño solo para arrancarle una risa.

Esa noche, cuando el niño ya dormía, la familia se reunió con el corazón encogido. Temían que aquella amistad no fuera tan inocente como parecía. Se decía —y aún se dice— que los duendes pueden llevarse consigo a los niños que aprecian demasiado, escondiéndolos en los montes para convertirlos en sus compañeros eternos.

Por eso, al amanecer, tomaron una decisión difícil: cortar de raíz el árbol con su enredadera de taxo. Con machetes y manos temblorosas, arrancaron ramas y raíces, dejando el suelo desnudo. Mientras trabajaban, algunas hojas cayeron como si se resistieran y un silbido agudo recorrió el aire, como el último lamento de algo que se despedía.

Cuando el niño llegó más tarde a su lugar favorito, encontró solo tierra removida y un hueco donde antes había sombra y juegos. Entonces rompió en llanto. Abrazando el suelo, repetía una y otra vez:

—Mi amigo se fue, mi amigo se fue.

Los días siguientes quedaron en silencio. El viento pasó sin música y el niño tardó semanas en volver a sonreír. Y aunque el tiempo siguió su curso, nadie volvió a ver al hombre del poncho; aun así, dicen que cuando el cielo se oscurece, se escucha un silbido leve: el eco de un juego interrumpido.

Por eso los mayores insisten en que los árboles guardan secretos y que no todas las amistades nacidas en su sombra pertenecen al mundo de los hombres. Cuando un niño habla de un amigo invisible, conviene escuchar con atención: no para asustarse, sino para recordar que lo real y lo encantado suelen rozarse más de lo que creemos.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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