La historia que voy a narrarles me la contó el profesor Óscar Ruiz, en julio de 2025, quien a su vez la escuchó de su alumno Marcelo Burneo. Así comienza esta leyenda.
Dicen que fue en los tiempos en que Quito era llamada “Luz de América”, cuando el tañido de las campanas ordenaba la vida y las sombras de los conventos se alargaban sobre las calles empedradas.
En una casa cercana a la Plaza Grande, entre los ecos del mercado y el rumor de los pregones, vivía Isabel, una joven mestiza de ojos verdes y voz serena, hija de un relojero español y de una tejedora indígena de los Andes.
El padre, hombre de precisión y silencio, medía el mundo con engranajes; la madre, con hilos y colores. De ambos, Isabel aprendió que el tiempo podía hilarse como una tela o quebrarse como un cristal.
El taller del relojero se abría frente a la Catedral Metropolitana. En sus muros resonaban el latido de los relojes y el olor metálico del aceite y del cobre. Allí llegaba cada semana Manuel, un joven cartógrafo de la Real Audiencia, obsesionado con trazar los caminos hacia el Chimborazo, la montaña que —decía él— era el punto más cercano al sol.
Isabel afinaba las agujas del reloj; Manuel calibraba su brújula.
El amor nació en silencio, como una melodía entre los campanarios. Pero el destino ya había trazado su advertencia: Isabel estaba prometida al hijo de un comerciante, y Manuel era visto como un loco que perseguía mapas imposibles.
Una noche, mientras reparaban el reloj de la Catedral, él le susurró:
—El Chimborazo no es solo una montaña, sino un puente hacia el sol.
Isabel, temiendo perderlo, le entregó una rosa de los vientos de plata con una frase grabada: “Guíate por el corazón, no por el norte.”
El amor secreto pronto se volvió rumor. Al descubrirlos, el padre de Isabel estalló en furia: prohibió sus encuentros, la encerró en el Convento de Santa Clara y mandó apresar a Manuel, acusándolo de deshonra. Desde entonces, las noches de ambos olieron a encierro y a campanas tristes.
Pasaron los días lentos como campanadas. Hasta que una noche de tormenta, Isabel escapó disfrazada de novicia y Manuel, ayudado por un carcelero indígena que creía en su sueño, también huyó.
Se encontraron en las faldas del Pichincha, bajo un cielo rasgado por relámpagos y granizo.
—No mires atrás —le dijo él—. Cuando lleguemos al Chimborazo, el tiempo será nuestro.
La tormenta los alcanzó antes de cumplir la promesa: la neblina borró el camino y, cegado por el hielo, Manuel cayó al abismo.
Isabel corrió hasta la Catedral, el único lugar donde sabía que el tiempo podía obedecerle. Subió la torre con el vestido empapado y, bajo las campanas que parecían llorar, giró las manecillas del reloj hacia atrás, convencida de que así haría retroceder los minutos y salvarlo.
Pero el mecanismo se trabó, y el reloj quedó detenido para siempre en las 5:15, la hora exacta en que Manuel cayó.
Desde entonces —cuentan los quiteños—, cuando la niebla desciende y el viento sopla desde los páramos, una sombra femenina sube la torre de la Catedral. Dicen que intenta mover las manecillas del reloj detenido a las 5:15, la hora en que el amor desafió al tiempo.
