Esta es una leyenda que los alumnos Ariana Torres, Ilenia Berru, Giomara Camacho y Alexander Cuenca compartieron con su profesor Óscar Ruiz, y que él me relató el 26 de junio de 2025.

La historia comienza así:

Hace muchos años, en la ciudad de Quito, vivía una mujer de extraordinaria belleza llamada Gabriela. Tenía unos ojos oscuros y melancólicos que parecían guardar los más hondos secretos del universo y una sonrisa suave que iluminaba hasta los días más grises. Gabriela habitaba una enorme mansión que se alzaba al borde de un espeso bosque, en las afueras de la ciudad. Estaba profundamente enamorada de un joven quiteño y todo en su vida era felicidad y alegría.

No solo era admirada por su hermosura, sino también por su amabilidad y por la pasión que sentía por la música. Cada atardecer, las notas del piano que le había regalado su prometido llenaban el aire como un canto al amor. Pero el destino, caprichoso y cruel, venía a arrebatarle aquella dicha: su amado desapareció misteriosamente en la selva durante un viaje del que nunca regresó. Nadie sabía lo que le había ocurrido.

Desde entonces, Gabriela dejó de ser la joven alegre y llena de vida que todos recordaban. Su risa se apagó, y su mirada se perdió en el vacío. Algunos decían que había muerto de tristeza; otros, que su espíritu se negaba a abandonar la mansión y que seguía allí, atrapada en un lamento eterno. Lo cierto es que, cada noche, quienes pasaban cerca podían escuchar el susurro de un piano antiguo: una melodía triste que se deslizaba entre los árboles, como un lamento arrastrado por el viento.

Una noche, mientras un grupo de amigos compartía historias junto a una fogata, inspirados por el misterio y el desafío, decidieron comprobar si la leyenda era cierta. Entre bromas nerviosas y miradas cómplices, planearon la aventura. Armados con linternas y un valor que solo existía en apariencia, caminaron hacia la mansión envuelta en penumbras.

El crujir de la puerta al abrirse los recibió con un eco que parecía advertirles que aún estaban a tiempo de regresar. Al adentrarse, el frío los envolvió como un manto, y el aire se volvió denso, pesado, como si el tiempo hubiera dejado de fluir. El silencio era tan profundo que el sonido de sus pasos parecía un atrevimiento. De pronto, lo oyeron: un piano. Una melodía melancólica que se deslizaba por los corredores y los llamaba, irresistiblemente.

Siguiendo aquel canto hipnótico, el grupo llegó a una sala apenas iluminada por la luz de la luna. Allí estaba el piano, cubierto de polvo y telarañas, como un monumento a la memoria. Y junto a él, emergiendo de la penumbra, apareció La Dama de las Sombras. Su figura, etérea y luminosa, parecía flotar. Sus dedos se deslizaban sobre las teclas con una delicadeza infinita, mientras sus ojos, profundos y oscuros, hablaban de un dolor sin fin.

Cuando alzó la vista y los vio, el tiempo pareció detenerse. Con voz quebrada, cargada de un sufrimiento antiguo, preguntó:

—¿Por qué han venido? ¿Acaso buscan respuestas o han venido a compartir mi tristeza?

Intentaron responder, pero el miedo les apagó la voz. Un viento gélido se levantó y, de pronto, la puerta se cerró de golpe, como sellando su destino. La Dama extendió la mano y de las paredes brotaron sombras espesas como la noche, que comenzaron a envolverlos. Gritaron, pero sus voces se disolvieron en la oscuridad. Las sombras los cercaron mientras, ante sus ojos, desfilaban los recuerdos de sus vidas, como si pasado y presente se fundieran en un último y silencioso adiós.

Cuando el sol se alzó en el horizonte, los aldeanos encontraron la puerta entreabierta. Dentro, el piano aún sonaba, una melodía suave, como una despedida. No había rastro de los jóvenes, solo el silencio y el eco de la música.

Desde aquel día, nadie volvió a atreverse a cruzar el umbral de la casa. Y quienes pasaban cerca, al caer la noche, contaban que, cuando el viento soplaba desde el bosque, aún podían oírse las notas del piano de La Dama de las Sombras. Dicen que, si alguna vez se escucha esa melodía, lo más sabio es seguir caminando, sin mirar atrás.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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