Hace muchos años en la Ciudad Quito existió una mujer de extraordinaria belleza llamada Gabriela vivía en una mansión abandonada al borde del bosque. Era conocida por su amabilidad, su risa suave y su profundo amor por La música. Se decía que podía pasar horas tocando el piano que Le había regalado su prometido.
Pero su destino cambió cuando él desapareció misteriosamente en La selva. Desde entonces, La joven dejó de ser La misma. Algunos decían que su alma quedó atrapada entre Las sombras del bosque, y que La mujer ya no vivía... sino que existía, prisionera de su dolor, en aquella casa. Y cada noche, se escuchaban Las notas de un piano antiguo, como un susurro triste que flotaba entre Los árboles.
Una noche, reunidos alrededor de una fogata, mis amigos y yo hablamos de aquella historia. Entre risas nerviosas y relatos cada vez más espeluznantes, decidimos ir a La casa para comprobar si La Leyenda era cierta. Armados con Linternas y valentía fingida, caminamos hasta La antigua vivienda.
AL cruzar el umbral de La puerta crujiente, un escalofrío recorrió mi espalda. EL silencio reinaba, interrumpido solo por el eco de nuestras risas. Sin embargo, a medida que avanzábamos, el aire se tornaba más denso, como si el tiempo se detuviera. De pronto, escuchamos un sonido: el piano. Una melodía suave y melancólica que nos atrajo como un canto de sirena.
Seguimos el sonido hasta una sala en penumbras, donde el viejo piano descansaba cubierto de polvo. Y entonces La vimos.
Allí estaba ella, La Dama de Las Sombras. Su figura etérea brillaba tenuemente en La oscuridad. Tocaba el piano con una tristeza tan profunda que paralizaba el alma. Su rostro, hermoso pero vacío, parecía Llevar el peso de siglos de dolor.
Alzó La mirada y sus ojos, oscuros y profundos, nos atravesaron. Con voz quebrada preguntó:
—¿Por qué han venido? ¿Buscan respuestas o desean compartir mi tristeza?
Ninguno pudo responder. EL miedo nos inmovilizó. Fue entonces cuando La puerta se cerró de golpe a nuestras espaldas. La Dama extendió su mano, y una sombra espesa comenzó a envolvernos.
Gritamos, pero era inútil. Las sombras nos rodeaban mientras recuerdos de nuestras vidas pasaban ante nuestros ojos. Todo se volvió neblina.
AL amanecer, Los aldeanos encontraron La puerta entreabierta. EL piano aún sonaba, suave, como una despedida. No había rastro de nosotros, solo silencio.
Desde entonces, nadie volvió a cruzar el umbral de la casa de La Dama de Las Sombras. Algunos aseguran que, por Las noches, cuando el viento sopla desde el bosque, pueden oír La música. Y todos saben