Dorys Rueda

 

 

  Siempre que regreso a esta leyenda, algo vuelve a moverse en mí. La versión de José Gabriel Navarro (2013), contada con esa hondura íntima que lo caracteriza, abre una ventana al espíritu del viejo San Diego y a sus silencios. Cada lectura me confirma que esta historia no quiere apagarse; por eso hoy la recojo y la ofrezco a los lectores.

En las faldas del Pichincha, donde Fray Bartolomé Rubio fundó la Recolección Franciscana en 1597, se levantó el convento de San Diego: un refugio apartado, de claustros estrechos, celdas mínimas, jardines silenciosos y un bosque que alguna vez fue de cedros y arrayanes.

Aquel lugar, lleno de arte y de rezos, guardaba también sus sombras y relatos.

Entre ellos vive la figura inquieta del joven Manuel de Almeida, que a los diecisiete años dejó fortuna y familia para entregarse a la vida seráfica.

Su devoción era sincera, pero los tiempos eran otros. El convento, que en otras épocas había sido ejemplo de disciplina, vivía un relajamiento escandaloso: algunos frailes se dejaban llevar en coches y literas, mataban el tiempo con naipes y trataban el claustro como una posada donde entrar y salir a su antojo. El hermano síndico, resignado, pagaba cada tanto las tejas rotas por los frailes mozos que escapaban por el tejado. En esa atmósfera liviana y descuidada, la firmeza del joven Manuel comenzó a desgastarse.

El contagio lo alcanzó.

Una Nochebuena, invitado por sus compañeros, saltó los muros para probar buñuelos y música. Aquella salida, que empezó con timidez y un poco de miedo, abrió una grieta en su vida monástica. Pronto la noche se volvió un territorio irresistible: iba a las casas donde lo recibían con arpas caseras, villancicos imperfectos y risas que se adelantaban al vino. Visitaba salones humildes donde lo esperaban buñuelos calientes y casas donde el eco de los dominicos bromistas lanzaba desafíos festivos.

Caminaba por El Conde, por Santa Clara, por la quebrada del Auqui y por la Cruz de Piedra, siempre persiguiendo esa chispa mundana que lo mantenía vivo. A los pocos días, era él quien urgía a repetir la aventura; y con las semanas, ya nadie lograba detenerlo: buscaba cualquier pretexto para escapar.

Lo que empezó como travesura se volvió costumbre.

Noche tras noche, Fray Almeida bajaba por el muro del coro utilizando como escalera la imagen del Cristo que pendía junto a la ventana. Hasta que una madrugada ocurrió lo inevitable.

El Cristo, cansado de sostener tanta irreverencia, abrió los labios y le habló:
—¿Hasta cuándo, Padre Almeida?

El joven, sorprendido, sintió por un instante el peso de la culpa, pero recordó la fiesta que lo esperaba y respondió sin titubeos:
—Hasta la vuelta, Señor.

Pero esa vuelta nunca llegó.

Al amanecer, derrumbado ante la imagen que ya guardaba silencio, Fray Manuel prometió terminar con sus desvaríos. Desde entonces llevó vida de recogimiento y aún se dice que levantó una pequeña ermita sobre el bosque para purificar su espíritu.

Su memoria, aunque la urna con su nombre desapareció, sigue viva en los villancicos quiteños que cada diciembre repiten:

Dulce Jesús mío,

mi niño adorado,

ven a nuestras almas,

ven no tardes tanto.

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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