Miguel Ángel Puga
El cóndor que vive en los peñascos como torres del Cerro Negro, divisó un día con sus potentes ojos a una encantadora pastorcita que cuidaba las ovejas, abajo, cerca del pueblo. Al Verla se enamoró de la y quiso tenerla junto a sí para regalarle unas sabrosas carnes cada día. ¿Cómo hacer? Fue cosa fácil para él. Se disfrazó de apuesto galán, vistiendo pulcro terno, pañuelo en el bolsillo del pecho y corbata blanca en el cuello.
Estando cerca de los chaparros donde bailaba la niña, comenzó a tocar la flauta y de esta forma se fue aproximando a ella. La niña se enamoró de él no bien lo tuvo delante. Comenzaron los juegos y conversaciones inocentes, se abrazaron y abrazados comenzaron a saltar una acequia angosta.
El jovencito daba muestra de gran agilidad, saltando más y más alto sobre la acequia. En uno de los saltos, le dijo a la niña que estaba contento y bulliciosa: abrázate más fuerte porque vamos a asaltar más alto; ella se asió fuertemente al cuerpo del galán, saltaron rápidamente y se encumbraron alto. En el vuelo recorrieron los páramos y picachos del Cerro Negro hasta llegar a un hueco del peñasco. Allí descansaron y rieron a carcajadas de la hazaña.
Al atardecer le dio hambre, y el joven salió a traer carne de res para la merienda. En efecto, el cóndor que era un joven fuerte, atacó con sus amigos a una vaca sacándole los ojos, el animal se desplomó y entonces le atacaron y devoraron, comieron bien los amigos cóndores. Y aquí vino la dificultad: bueno, dijo el joven secuestrador, ella no puede comer carne cruda como yo. Quedó pensativo, pero no acertó a resolver el problema. Con todo levantó el vuelo después de dar algunos trancos, llevando en las patas una buena porción de carne.
Llegando a casa, puso la carne a disposición de su pastorcita y ella le pidió lumbre para asarla. El joven, un tanto aturdido salió presuroso y, creyendo ver lumbre al pie del picacho, se bajó. Cogió en el pico y en las patas unas cuantas piedrecillas rojas y con eso se presentó diciendo que era lumbre, la pastorcita le regañó.
Pobre pastorcita, pasó muerta de hambre hasta cuando se hizo de noche. Entonces empezó a pedir auxilio, más en vano, ¿quién le iba a escuchar? Aclaró el día y el joven se fue a buscar la vida a orillas del río Pisque; mientras tanto la chica se asomó al borde del hueco y gritó hasta ser escuchada por sus padres y vecinos que inconsolables le habían estado buscando. Todos hicieron minga para rescatarla y utilizando guascas largas la bajaron y llevaron gozosos de vuelta a casa.
El cóndor regreso a su guarida y no la halló. Se encolerizó a tal punto que juró vengarse. Pasaron los días, los padres de la pastorcita se fueron a una diligencia y por seguridad le dejaron a la niña encerrada en la choza, amarrando la puerta con chilpes. El cóndor que estuvo al asecho, vino, raspó la paja del techo, abrió un horado y se entró. Le increpó a la pastorcita por haber sido desleal y haber gritado para que vayan a salvarla. Y comportándose como siempre, como ave de rapiña, le sacó los ojos a la niña, la tiró al suelo de un aletazo y la devoró, dejándola en huesos.