Recopilación: Óscar Ruiz
En lo más profundo de los Andes ecuatorianos, donde la neblina se arrastra como un sudario sobre el pavimento y la oscuridad devora la luz de los faros, hay una carretera que pocos camioneros se atreven a cruzar de noche. Se extiende entre las montañas como una serpiente maldita, rodeada de barrancos infinitos y curvas imposibles.
No aparece en los mapas modernos, pero los veteranos la conocen bien. La llaman la Carretera del Diablo.
No porque sea peligrosa —aunque lo es—, sino porque en ella habita algo. Algo que espera. Algo que se alimenta de los incautos que desafían la noche.
Y todos los que han entrado en sus dominios sin respeto… nunca han vuelto.
Luis "El Mono" Castillo era un camionero curtido por los años, un hombre que había recorrido cada rincón del Ecuador. Nada lo asustaba. Nada, hasta aquella noche de octubre de 2007, cuando recibió un encargo urgente para cruzar la Carretera del Diablo.
La paga era ridículamente alta. Demasiado alta.
El remitente era anónimo. La carga, un contenedor negro sin identificación, que debía ser llevado desde Quito hasta un pueblo olvidado en las montañas de Chimborazo.
—No te detengas. No mires atrás. No hables con nadie en el camino —le advirtió un anciano en la gasolinera antes de partir.
Luis solo rió. Viejas supersticiones, pensó.
Encendió su camión y se lanzó a la carretera.
Apenas tomó la ruta, la niebla empezó a espesarse, envolviendo la carretera en una bruma casi líquida. La temperatura cayó en picada. Aunque era octubre, dentro del camión hacía un frío imposible.
El remolque vibraba de forma extraña. Como si algo dentro estuviera respirando.
La radio se llenó de estática. Luego, de risas distorsionadas. Voces que hablaban en un idioma que Luis no reconocía, pero que le erizaba la piel.
A los pocos kilómetros, vio la primera señal de que algo estaba mal.
Un hombre en medio de la carretera.
No tenía rostro. Solo un agujero oscuro donde debían estar sus ojos y su boca.
Luis dio un volantazo, evitando el choque. Pero cuando miró por el retrovisor… el hombre seguía allí, en la misma posición, mirándolo.
El camión tembló.
Un golpe seco retumbó desde el remolque.
Uno. Dos. Tres…….
Como si algo enorme estuviera despierto ahí dentro.
Luis intentó acelerar, pero el camión no respondía. El velocímetro subió por sí solo: 80 km/h. 100 km/h. 120 km/h.
El motor rugía como si algo más lo estuviera controlando.
Las luces parpadearon. La carretera desapareció en la oscuridad.
Y entonces, lo vio.
De pie, en medio del camino, un ser imposible. Alto, con cuernos retorcidos y una sonrisa que le heló la sangre.
Los ojos del Diablo eran dos brasas negras, sin fondo.
Levantó una mano y el camión se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible.
Luis sintió su cuerpo paralizado. No podía moverse. No podía gritar.
El Diablo se acercó lentamente, colocando una mano de garras afiladas sobre la ventana del conductor.
—Llegaste lejos, Castillo… —susurró con una voz que sonó dentro de su mente—. Pero este no es tu camino.
El remolque se abrió con un chirrido inhumano.
Y algo salió de él.
Algo que no pertenecía a este mundo.
Luis no podía ver bien lo que era. La oscuridad se tragaba su forma, pero sentía su presencia. Ojos múltiples, cuerpos que se retorcían como si fueran varios seres en uno solo.
El hedor a azufre y carne podrida lo envolvió.
—Debiste rechazar el viaje —dijo el Diablo con una sonrisa.
Luis sintió una mano fría y huesuda aferrarse a su hombro.
Quiso gritar, pero su garganta se cerró.
El último sonido que se escuchó en la carretera fue el eco de su grito silenciado… y el rugido de algo devorándolo en la oscuridad.
A la mañana siguiente, encontraron el camión de Luis estacionado en la entrada de Quito. El motor aún estaba encendido.
Pero Luis Castillo nunca apareció.
El remolque estaba abierto… y vacío.
Solo había una marca quemada en el suelo, como si el infierno mismo hubiera abierto sus puertas allí.
Los camioneros dicen que, en las noches más frías, si conduces por la Carretera del Diablo, puedes ver un camión fantasma avanzando solo en la neblina.
Y si te atreves a seguirlo… escucharás un grito que no pertenece a este mundo.
Pero para cuando intentes escapar, ya será demasiado tarde.