Esta historia fue relatada por los estudiantes Emily Pérez, Arelis Bustamante, Yuliana Castillo y Miguel Sinche a su profesor Óscar Ruiz, quien me la transmitió en junio de 2025.
Así comienza la historia:
A finales del siglo XIX, en el fértil y caluroso valle de Catamayo, vivía una joven llamada Sofía. Tenía el cabello tan oscuro como la noche sin luna y una mirada profunda, de esas que parecen contener secretos antiguos. Pero más allá de su belleza, era su nobleza lo que la hacía inolvidable. Ayudaba a su madre en el campo, cuidaba a los más pequeños del barrio y repartía sonrisas donde muchos solo cargaban penas.
Sofía se enamoró perdidamente de Juan, el hijo de una de las familias más adineradas de la región. Él era un joven de carácter firme pero sensible, de esos que sabían leer el cielo antes de sembrar y escribir versos a escondidas. Sus caminos se cruzaron en la feria patronal, entre telas coloridas, frutas maduras y promesas tejidas con la mirada. Desde ese día, ya no hubo marcha atrás.
El amor creció en secreto. Se veían al caer la tarde, cuando los campos comenzaban a enfriarse y el cielo tomaba ese color naranja que parece inventado por los recuerdos. Juan le llevaba cartas escritas con tinta azul y Sofía las guardaba dobladas bajo el colchón, como se guarda una oración.
Pero su amor no era bienvenido. La familia de Juan, orgullosa y rígida, no aceptaba que su hijo se relacionara con una muchacha humilde, sin apellido ilustre ni dote. A pesar de las amenazas, ellos no se rindieron. Y una noche, con la complicidad de un sacerdote anciano y ciego, se casaron en una pequeña capilla, bajo la promesa de construir un hogar juntos.
Durante tres días vivieron una felicidad luminosa, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para ellos. Fueron días de manos entrelazadas, de panes compartidos y de susurros al oído. Pero la dicha duró poco. En la mañana del cuarto día, Juan salió a caballo a cumplir con un encargo familiar y no volvió. Su caballo regresó solo, desbocado y cubierto de polvo. Horas más tarde, un campesino lo encontró sin vida en una quebrada: había caído y se había golpeado la cabeza contra una piedra.
Sofía se desplomó al saberlo. Desde entonces, comenzó a ir cada tarde al panteón de San José, donde Juan había sido enterrado bajo una lápida de mármol frío y solemne. Se sentaba junto a la tumba, hablándole en voz baja, como si él pudiera oírla a través de la tierra. Le llevaba flores silvestres, le contaba lo que había soñado y a veces —dicen— cantaba la melodía que bailaron en su boda.
Con los días, el rostro de Sofía fue perdiendo su color. Se volvió más pálida que la cera, más delgada que una sombra. Sus ojos ya no brillaban. Algunos vecinos comenzaron a decir que la muerte la rondaba, que algo en ella ya no pertenecía del todo a este mundo. Que el amor no correspondido en vida la estaba consumiendo por dentro.
Una noche, se escuchó en el pueblo un grito agudo, desgarrador, que heló la sangre de quienes lo oyeron. Venía del panteón. Varios habitantes, armados de valor y lámparas de aceite, corrieron hacia el cementerio. La encontraron allí, inmóvil, abrazada a la tumba de Juan, con el rostro sereno y una última lágrima resbalando por la mejilla. Murió como vivió: amando hasta el final.
Desde aquella noche, comenzaron a suceder cosas extrañas. Luces que danzaban entre las tumbas, sombras que no tenían dueño, murmullos que flotaban en el aire como plegarias sin fin. Algunos afirmaban ver una figura femenina, vestida de blanco, recorriendo los pasillos del cementerio, con el velo cubriendo el rostro y una flor en la mano.
Así nació la leyenda de La mujer del panteón.
Los ancianos dicen que es Sofía, que su alma no ha encontrado descanso. Que aún busca a Juan, atravesando la frontera invisible entre este mundo y el otro. Que repite su nombre con voz quebrada, como si al nombrarlo pudiera traerlo de vuelta.
Se cuenta que, si alguien visita el panteón a medianoche y guarda silencio absoluto, puede oír el susurro de Sofía, llamando suavemente: “Juan, Juan”.
Y si se deja una flor blanca sobre la tumba de Juan —dicen algunos—, al día siguiente ya no está. La mujer del panteón se la lleva con delicadeza, como quien recibe un gesto de consuelo.