
En la vieja parroquia de El Valle, a las afueras de Loja, hubo una vez un campanero llamado Damián. Vivía solo en una casita de adobe junto a la iglesia y cada día subía la torre para hacer sonar las campanas con una precisión tan perfecta que los lojanos decían que su alma estaba hecha de bronce.
Damián era joven aún, pero hablaba poco. Su único desahogo era su cuaderno de versos: escribía poemas para una mujer que no vivía en el pueblo, ni en el mundo. Su nombre era Lisbeth.
Lisbeth había sido su prometida, la hija del panadero. Se iban a casar al terminar la restauración de la iglesia. Pero una mañana, cuando bajaba en mula desde Vilcabamba, una crecida del río Malacatos la arrastró. Nunca hallaron el cuerpo.
Damián se culpó siempre. Decía que debió esperarla, acompañarla, rezar más fuerte. Desde aquel día, hizo una promesa extraña: tocaría la campana al amanecer y al anochecer por el resto de sus días, para que el alma de Lisbeth no se perdiera entre la niebla de los cerros.
Pasaron los años. El pueblo cambió, la iglesia envejeció, pero la campana nunca dejó de sonar. Hasta que una mañana, no se oyó nada. Subieron a buscarlo y lo encontraron en lo alto de la torre, sentado frente a la campana, el cuerpo quieto, los ojos cerrados y una carta sobre el pecho.
Decía: “Hoy la campana no sonará Lisbeth ya encontró el camino”.
Desde entonces, en las madrugadas de agosto, cuando la neblina baja sobre El Valle, muchos aseguran escuchar una sola campanada, larga y triste, que retumba sin que nadie la toque. Algunos dicen que es Damián, que sigue tocando desde el más allá. Otros creen que es Lisbeth que por fin aprendió a hacer sonar el bronce, para no olvidar.