Esta leyenda fue recopilada por el profesor Óscar Ruiz, un destacado maestro, a partir de los relatos de sus alumnos: Mariuxi Campos, Josselyn Conforme, Cristina Tandazo, Silvia Calderón, Mayibeth Espinoza, y Gilbert Bustamante, quienes la recogieron de las voces de su comunidad. Yo, por mi parte, he adaptado la historia.

Catamayo, con su cielo claro y su aire impregnado de historias, guarda secretos que solo los más viejos del lugar se atreven a contar. En el barrio Los Tejares, donde las casas se apiñan como si buscaran resguardarse unas a otras, aún se murmura una leyenda que hiela la sangre. No es raro que, al caer la noche, los ancianos se reúnan en los hogares y, con voz baja y temblorosa, relaten lo que sucedió una madrugada lejana, cuando don Esteban, un hombre de costumbres firmes y pasión por el juego, enfrentó lo que muchos llaman una visita del mismo infierno.

Era tarde cuando salió del casino, con el eco de las victorias y derrotas recientes. Caminaba por la solitaria calle de piedra, donde la luna iluminaba apenas su paso, pintando de plateado las viejas fachadas de las casas y las sombras alargadas de las montañas cercanas. La quietud de la noche era profunda, como si todo estuviera suspendido en un silencio absoluto. Sin embargo, algo rompió esa paz.

Escuchó el sonido nítido de unos cascos golpeando el suelo. Un caballo trotaba a lo lejos. Al principio, no le dio importancia, pues era común escuchar animales por la zona. Pero conforme avanzaba, notó algo extraño: cuando él se detenía, el caballo también lo hacía. Un sudor frío recorrió su espalda. De nuevo, caminó y el estruendo macabro de los cascos resonó tras él. Su respiración comenzó a acelerarse y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Aceleró el paso y, al mismo tiempo, el trote del caballo se hizo también más rápido, cada vez más cercano. Y a pesar de sus esfuerzos por escapar, el sonido de la galopada infernal lo seguía, como una sombra.

El terror se apoderó de su cuerpo. Corrió desesperadamente y el sonido del caballo se convirtió en una persecución infernal. Los cascos retumbaban como el golpe de martillos forjando acero y podía sentir una presencia oscura, más allá de la realidad, aproximándose cada vez más.

Cuando llegó a su casa, jadeando y con el corazón desbocado, golpeó la puerta con desesperación. Doña Rosa, su esposa, abrió al instante, alarmada por el pánico evidente en sus ojos. Sin decir palabra, lo empujó dentro y cerró la puerta con fuerza. El aire dentro de la casa se volvió denso, como si algo maligno hubiera cruzado el umbral.

De repente, un golpe estremeció la puerta, haciendo que la madera crujiera bajo la fuerza de un impacto sobrenatural. Afuera, la noche rugía con un viento espeso y caliente, como si las mismas entrañas de la tierra hubieran comenzado a moverse. Doña Rosa, comprendiendo de inmediato lo que sucedía, no dudó ni un segundo. Tomó a su esposo y lo llevó rápidamente a una habitación. Con manos temblorosas pero firmes, cerró la puerta y comenzó a rezar con fervor. Las palabras que pronunciaba se entrelazaban con la desesperación de la situación, pero también con una fe profunda que parecía llenar la habitación con una energía celestial. Mientras rezaba, el olor a azufre invadió el aire y una sombra gigantesca, la de un caballo negro, se proyectó sobre la ventana. Una voz gutural retumbó en las paredes de la casa: “Ese hombre es mío”, dijo. “Ahora vendré por él, porque ha apostado su alma”, gritó la voz con furia y poder.

Doña Rosa empezó a rezar con más intensidad y con cada palabra, la casa comenzó a sentirse distinta, con una energía celestial que empujaba al mal a retroceder. Pero el jinete, enfurecido, golpeaba las paredes con una fuerza descomunal, como si quisiera derribar el refugio de los justos. De pronto, un estallido sacudió la casa y un alarido inhumano se escuchó por toda la calle, un grito que heló la sangre de los vecinos.

Los militares y policías que llegaron a la casa encontraron una huella de destrucción. Frente a la propiedad, el suelo estaba quemado y marcado, como si el fuego del infierno hubiera intentado abrirse paso.

Desde aquella noche, don Esteban jamás volvió a pisar un casino. Y los ancianos del pueblo, con la voz temblorosa y la mirada perdida, aún cuentan lo que sucedió esa madrugada. Pero la historia no terminó ese día. Se dice que, en noches de luna llena, si alguien camina solo por aquellas calles, escucha el sonido de los cascos que golpean las piedras, primero a lo lejos, luego más cerca, demasiado cerca. Entonces, entre las sombras, aparece un jinete montado sobre un corcel, cuyos ojos arden como brasas encendidas. El aire se vuelve denso, pesado…

Y así, la leyenda de Catamayo perdura, viva en los relatos de los ancianos, que los transmiten de generación en generación. Porque en este rincón del mundo, algunas apuestas no solo desafían la suerte, sino que exigen un precio mucho más alto de lo que cualquier alma valiente podría imaginar.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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