
Esta leyenda fue recopilada por el profesor Óscar Ruiz, un destacado maestro, a partir de los relatos de sus alumnos: Cristian Chávez, Johanner Bautista y John Cañar, quienes la recogieron de las voces de su comunidad. Yo, por mi parte, he adaptado la historia.
Todo comenzó en una noche fría y lluviosa, cuando el viento aullaba entre las montañas de la parroquia de San José. Un pequeño poblado olvidado por el tiempo, donde la naturaleza se alza imponente y las sombras parecen esconder secretos. En este rincón apartado, se erige el Puente Chueco, un lugar de madera y hierro torcido, que conecta la parte norte y sur del pueblo. Nadie sabe con certeza cuándo fue construido, pero lo que sí saben es que está marcado por la tragedia y el misterio.
Desde que tengo memoria, los más viejos del pueblo nos contaban historias de ese puente maligno. Algunos decían que el viento que soplaba en sus costillas no era viento, sino el suspiro de un alma que no descansaba. Otros aseguraban que, al caer la noche, las sombras que se alzaban sobre el puente cobraban vida, buscando algo o a alguien.
La leyenda que todo el mundo conoce es la de Juan Alvarado y María Fernández, pero lo que pocos saben es que la tragedia que envolvió ese amor se remonta a mucho antes, cuando el puente aún estaba en pie, pero no tenía la maldición que lo acompaña hoy en día. La historia de los dos enamorados comenzó en tiempos de gran agitación, cuando el mundo parecía querer separarlos en cada paso que daban.
Juan, un joven campesino de espíritu noble y corazón apasionado, había crecido trabajando las tierras del señor Esteban, el padre de María. Ambos, aunque de clases sociales muy diferentes, se enamoraron a escondidas. Cada mirada furtiva, cada encuentro robado al reloj del tiempo, fue suficiente para encender la chispa de un amor que nunca debió ser. Don Esteban, un hombre de carácter férreo y voluntad implacable, no permitiría que su hija, una de las mujeres más bellas y ricas del pueblo, se uniera a un simple jornalero.
En la víspera de la tormenta que cambiaría el destino de todos, Juan y María decidieron escapar. Los cielos se tornaron grises y el viento comenzó a rugir como si presagiara lo que iba a suceder. La lluvia era feroz y constante y el río crecido ya había comenzado a desbordar sus márgenes. Pero nada los detuvo. Decidieron cruzar el Puente Chueco, el único acceso seguro para abandonar el pueblo. Fue allí, en el centro de ese puente antiguo, donde el destino les jugó una cruel jugada.
Una figura oscura y extraña apareció de la nada, bloqueando el paso de Juan. Su rostro estaba cubierto por una niebla espesa y sus ojos brillaban con un fulgor azulado, como si la tormenta misma le hubiera dado vida. Con voz grave y temblorosa, la figura de hombre susurró: “¿Dónde está María?”
La tensión en el aire era palpable. Juan, sin dudar, trató de avanzar, pero el puente crujió bajo sus pies y, antes de que pudiera reaccionar, un rayo desgarró el cielo. La figura desapareció, pero Juan ya no estaba. La estructura del puente, dañada por el rayo, cedió bajo su peso y las aguas turbulentas del río se lo tragaron sin dejar rastro.
Desde esa noche, el Puente Chueco se volvió un lugar maldito. El viento, que antes simplemente rozaba las hojas de los árboles, comenzó a susurrar nombres olvidados. Los habitantes del pueblo, aterrados por los extraños ruidos que provenían del puente al caer la noche, comenzaron a alejarse. Quienes pasaban cerca decían escuchar los sollozos de Juan o a veces, el eco lejano de su pregunta angustiada: “¿Dónde está María?”
En 1960, un joven de diecisiete años, originario del pueblo, vivió una experiencia que marcaría su vida para siempre. Aquella noche, el orgullo lo impulsó a abandonar su casa tras una discusión con su madre. La lluvia caía torrencialmente y, sin rumbo fijo, terminó frente al Puente Chueco. A pesar de los relatos que circulaban sobre el lugar, algo lo empujó a cruzarlo. No pudo evitarlo.
Cuando su pie tocó el primer tablón del puente, el viento se detuvo. El cielo, iluminado por un relámpago, se abrió en mil pedazos. Y allí estaba él: Juan. En medio de la tormenta, su figura empapada y temblorosa permanecía erguida, su rostro marcado por el dolor, pero también por una desesperada esperanza.
“¿Dónde está María?” susurró. Sus ojos, brillantes y tristes, lo miraron con una pena infinita. El joven no sintió miedo, solo una compasión profunda. Y fue entonces cuando supo lo que debía decir: “Ella también te amaba, te esperó toda su vida. Ahora puedes descansar, Juan”.
En ese instante, los ojos de Juan se suavizaron. Cerró los párpados, como si pudiera sentir la paz que le ofrecía.
Esa noche, el joven regresó a casa, empapado, pero con el alma tranquila. Le pidió perdón a su madre.
Sin embargo, la historia del Puente Chueco no terminó ahí. Un grupo de jóvenes del pueblo, en busca de respuestas, decidió desafiar la leyenda. Andrés, Sofía, Luis y Camila, armados con linternas, grabadoras y cámaras, cruzaron el puente en una noche tormentosa, desafiando lo que todos sabían que debía ser evitado.
El viento se detuvo, igual que aquella vez, y la atmósfera se tornó espesa, cargada de presagios. Y entonces lo vieron. Juan los miró, no con furia, sino con desesperación. Extendió la mano hacia ellos, no como una amenaza, sino como una súplica.
“¿Dónde está María?” preguntó nuevamente. Pero esta vez, Sofía, con lágrimas en los ojos, entendió.
“Ella te espera en el más allá”, susurró. Y en ese momento, los cuatro jóvenes se tomaron de las manos y rezaron por él.
El aire se llenó de una paz palpable. Un rayo iluminó el puente y Juan desapareció, llevándose consigo su tristeza. Desde entonces, el Puente Chueco dejó de llorar.
Hoy, años después, el puente sigue allí, cubierto de musgo y polvo, pero la atmósfera ya no es la misma. Algunos dicen que, durante las madrugadas lluviosas, se puede escuchar una suave melodía flotando en el aire, como si alguien, desde otro tiempo, estuviera cantando una canción de amor que no se atrevió a morir.
Y así, en San José, la leyenda del Puente Chueco perdura. Porque, como bien se sabe, hay amores que ni la muerte puede borrar y heridas que solo el amor puede cerrar.