Catamayo, con su cielo claro y su aire impregnado de historias, guarda secretos que solo los más viejos del lugar se atreven a contar. En el barrio Los Tejares, donde las casas se apiñan como si buscaran resguardarse unas a otras, aún se murmura una leyenda que hiela la sangre. No es raro que, al caer la noche, los ancianos se reúnan en los hogares y, con voz baja y temblorosa, relaten lo que sucedió una madrugada lejana, cuando don Esteban, un hombre de costumbres firmes y pasión por el juego, enfrentó lo que muchos llaman una visita del mismo infierno.
Hace muchos años, don Esteban, un hombre de costumbres arraigadas y pasión por el juego, vivió una noche que nadie olvidaría jamás.
Era tarde cuando salió del casino, con el eco de las fichas aún sonando en su mente.
Caminaba por la solitaria calle de piedra, con la luna iluminando apenas su camino. De pronto, escuchó el sonido nítido de cascos golpeando el suelo. Un caballo trotaba a la distancia.
No le dio importancia al principio, pero conforme avanzaba, notó algo extraño: cuando él se detenía, el caballo también lo hacía. Un sudor frío recorrió su espalda. Volvió a caminar y, como un eco macabro, los cascos resonaron tras él.
Aceleró el paso. El trote del caballo se hizo más rápido. Corrió. Y detrás de él, el sonido del animal se convirtió en una galopada infernal. Ya podía sentir una presencia oscura acechándolo.
Llegó a su casa jadeando, golpeando la puerta con desesperación. Su esposa, doña Rosa, le abrió al instante y vio el terror en sus ojos. Sin dudarlo, lo empujó dentro y cerró la puerta con fuerza.
El aire se volvió denso, y de repente, un golpe estremeció la puerta, haciendo crujir la madera. Afuera, la noche rugía con un viento espeso y caliente. Doña Rosa entendió de inmediato lo que sucedía.
Sin perder tiempo, llevó a don Esteban a una habitación y lo encerró. Se arrodilló y empezó a rezar con fervor. El ambiente se llenó con un olor a azufre, y la sombra de un enorme caballo negro se proyectó en la ventana. Una voz gutural retumbó:
-¡Es mío! ¡Ha apostado su alma y ahora vendré por él!
Pero doña Rosa no se detuvo. Sus oraciones se hicieron más fuertes, y con cada palabra, la casa vibraba con una energía celestial. El jinete relinchó furioso, golpeando las paredes con una fuerza sobrenatural.
De pronto, un estallido sacudió el vecindario. Una luz cegadora iluminó la noche, y un alarido inhumano se escuchó en toda la calle. Cuando los vecinos, militares y policías llegaron corriendo, solo encontraron el suelo quemado frente a la casa, como si el fuego del infierno hubiera intentado abrirse paso.
Desde aquella noche, don Esteban jamás volvió a pisar un casino. Y los ancianos del pueblo aún cuentan con la voz temblorosa y la mirada perdida que en noches de luna llena, si caminas solo por aquellas calles malditas, escucharás el eco de cascos golpeando el las calles, primero lejos, luego más cerca demasiado cerca. Entonces lo verás: un jinete cubierto de sombras, con un rostro que no es rostro, montado sobre un corcel cuyos ojos arden como brasas encendidas. El aire se vuelve denso, y un susurro gélido roza tu cuello como si algo respirara tras de ti. Si te detienes, él también se detiene. Si corres, el jinete cabalga tras de ti. Algunos aseguran haber sentido su aliento podrido, su risa hueca, y el crujido de huesos bajo sus cascos. Los que se atrevieron a mirarlo directamente jamás regresaron. Solo se encuentran marcas de pezuñas quemadas en la piedra y un grito atrapado en el aire, congelado justo antes de que la oscuridad lo devorara todo.