
Todo empezó en una noche en la parroquia de San José, un pequeño poblado oculto entre montañas y ríos, que existe un lugar donde el tiempo parece haberse detenido, donde el viento sopla con lamentos y las sombras susurran nombres olvidados. Ese lugar es conocido como El Puente Chueco, un antiguo puente de madera y hierro, torcido por los años y la desgracia, que conecta la parte norte y sur del pueblo.
Desde hace generaciones, los habitantes han evitado cruzarlo al anochecer. Muchos aseguran que está maldito, que un espíritu errante vaga por su estructura astillada, buscando algo… o a alguien. Quienes lo han mencionado en voz alta dicen que luego escuchan susurros en la noche, como si algo los siguiera desde la oscuridad.
Yo, que ahora escribo esto con las manos temblorosas y la memoria en carne viva, fui testigo de lo imposible. Mi nombre no importa, pero nací en 1943 en San José, y crecí con las historias que se contaban entre mates y té de toronjil. Historias que hablaban de un amor trágico y un alma que jamás encontró descanso.
Todo comenzó mucho antes de mi tiempo, cuando un joven campesino llamado Juan Alvarado se enamoró de María Fernández, hija de una de las familias más poderosas de la parroquia. Se amaban en secreto, porque don Esteban, el padre de María, jamás permitiría que su hija se mezclara con un jornalero.
Una noche de tormenta, decidieron escapar. La lluvia caía como cuchillas, el viento gemía entre las ramas, y el río, crecido, rugía como una bestia. Juan cruzó primero, decidido, pero al llegar al centro del puente, una figura lo detuvo. No era humana. Tenía forma de hombre, pero su rostro estaba cubierto de niebla espesa, y sus ojos brillaban con un azul antinatural. El puente crujió, un rayo cayó, y Juan desapareció entre los maderos rotos y las aguas enfurecidas.
Desde entonces, el Puente Chueco cambió. Comenzaron a escucharse pasos, sollozos ahogados, y los perros aullaban hacia la nada. Doña Elvira, una anciana del pueblo, juraba haber visto a Juan parado en medio del puente, empapado, con los ojos vacíos y tristes, murmurando:
-¿Dónde está María…?
En 1960, cuando tenía diecisiete años, viví algo que me marcaría para siempre. Aquella noche discutí con mi madre por una tontería. Salí de casa bajo la lluvia, sin rumbo, con el orgullo ardiendo en el pecho. Cuando me di cuenta, estaba frente al Puente Chueco.
Pude haber dado la vuelta… pero no lo hice.
Apenas pisé el primer tablón, el mundo pareció detenerse. El viento enmudeció. El cielo se desgarró con un relámpago. Y entonces lo vi.
Una figura, de pie en el centro del puente. Vestía ropas viejas, empapadas. Tenía el rostro joven y bello, pero dolido. Sus ojos azules brillaban con una tristeza que me atravesó el alma.
-¿Dónde está María…? -susurró.
No pude correr. No sentí miedo, sino compasión. Una certeza me llenó el pecho, como si sus palabras fueran un eco que esperaba ser respondido hacía décadas.
-Ella también te amaba -dije-. Te esperó toda su vida. Puedes descansar, Juan.
La figura me miró con ternura, cerró los ojos… y comenzó a desvanecerse como niebla al amanecer. Sentí una brisa tibia. Paz. Silencio.
Esa noche regresé empapado, pero sin miedo. Le pedí perdón a mi madre. Desde entonces, el puente ya no me pareció hostil. Y el pueblo, poco a poco, cambió.
Años más tarde, ya adulto, supe que un grupo de jóvenes del pueblo -Andrés, Sofía, Luis y Camila- quiso comprobar la leyenda. Llevaban linternas, grabadoras y cámaras. Cruzaron el puente una noche de tormenta.
El viento se detuvo. El aire se volvió denso. Y entonces lo vieron: Juan.
Sus ojos azules los atravesaron como cuchillas de agua. Extendió la mano hacia ellos, no con furia, sino con desesperación.
-¿Dónde está María…?
Sofía, que había escuchado la historia de niña, comprendió. Se tomaron de las manos y, entre lágrimas, rezaron por él. En ese instante, un rayo iluminó el puente, y el espíritu desapareció.
Desde esa noche, el Puente Chueco dejó de llorar.
Hoy, ya viejo, a veces paso por allí. Toco la madera con respeto y murmuro un gracias. Dicen que, en las madrugadas lluviosas, si se escucha bien, puede oírse una suave melodía. Como una canción que alguien tararea desde otro tiempo.
Un eco de amor que se negó a morir.
Y así, en la parroquia de San José, se sigue contando la leyenda del Fantasma del Puente Chueco. Porque hay amores que ni la muerte puede borrar. Y heridas que solo el amor puede cerrar.