Antiguamente, en el lugar donde hoy se asienta la laguna de San Pablo, existía una hacienda muy grande que era admirada por sus árboles frutales, sus extensas tierras de cultivo, sus bellísimos potreros y sus exóticos animales.
Su dueño, un hombre avaro, grosero en el trato y nada piadoso, monopolizaba con sus productos el comercio en Otavalo. Nadie osaba contradecirle, menos aún, enfrentarlo, pues de él dependían los precios de los alimentos básicos.
Cierto día, un mendigo de aspecto repugnante, vestido con harapos, golpeó la puerta de la hacienda. El dueño salió y, en lugar de regalarle comida o ropa, le insultó, le maldijo y mandó a los criados a que echaran al infeliz de su propiedad. Sin embargo, una de las empleadas se enterneció y a escondidas, le regaló algo de alimento.
El mendigo se marchó muy agradecido, pero al siguiente día nuevamente retornó a pedir caridad. Esta vez, el hacendado fue más cruel, ordenó al mayordomo que soltara los perros para que mordieran al desdichado. Los animales salieron en estampida, pero al ver al mendigo, se echaron a sus pies y en lugar de morderlo, le lamieron las llagas.
El hacendado, encolerizado, alzó su propio sable y empezó a golpearlo. Felizmente, apareció la bondadosa criada que evitó que lo matara. Sacó al hombre de la hacienda y le dio un pedacito de pan. El pobre, antes de marcharse, le dijo que apenas oyera un toque de campana, debía abandonar la hacienda y subir al monte que estaba al pie del lago.
Así lo hizo la mujer. A la primera campanada ascendió a la montaña y desde allí, pudo mirar lo que ocurría en la hacienda: una cascada de agua había surgido entre los sembríos e inundaba todo lo que estaba a su paso. Al mismo tiempo, una terrible tormenta azotaba los terrenos donde estaba la propiedad. Del susto, se escondió entre los matorrales y a pesar del frío, cansada, se quedó dormida. Cuando amaneció, la hacienda había desaparecido y en su lugar, se asentaba una laguna grande y hermosa.
Al bajar del cerro, divisó al pordiosero que estaba bañándose a la orilla del lago. Era el propio Jesucristo, que había venido a la tierra disfrazado de mendigo. La mujer le preguntó, si todos habían muerto, a lo que Jesús le respondió: “Los malvados no merecen vivir, los buenos, sí. Ve al otro lado de la laguna y hallarás a otras personas piadosas de la hacienda que también se salvaron”.
Fue un prestigioso maestro que empezó su carrera docente en 1935, en San Pablo de Lago, en la escuela Cristóbal Colón. Después pasó a la escuela 10 de Agosto de la ciudad de Otavalo, plantel donde había estudiado su educación primaria.
En 1936, viajó a Quito para trabajar en la Anexa del Normal Juan Montalvo. En 1970, después de una ardua y fructífera labor como profesor, se acogió a la jubilación y fue articulista en los medios escritos de la provincia de Imbabura, con un claro enfoque de justicia y rectitud, en los temas de la vida local del cantón Otavalo.
Escribió artículos de investigación científica y notas poéticas. Tiene 28 publicaciones.