Hace muchos años, en la encantadora ciudad de Otavalo, los solitarios parajes que rodeaban las líneas del ferrocarril se convirtieron en el escenario perfecto para los encuentros de los enamorados. Parejas de jóvenes acudían a estos lugares apartados para disfrutar de sus citas, dejando que el silencio y la belleza natural del entorno alimentaran sus promesas de amor. Aunque estos encuentros sucedían a cualquier hora del día, era en las noches, bajo la luz plateada de la luna, cuando la afluencia de enamorados era mayor.
Sin embargo, esta situación comenzó a incomodar a los vecinos, quienes, cansados de presenciar abrazos furtivos y besos bajo las estrellas, empezaron a planear una manera de poner fin a estas escenas que consideraban inapropiadas. Decidieron que debían tomar cartas en el asunto y ahuyentar a los muchachos de una vez por todas.
Una noche, uno de los vecinos decidió convertirse en el protagonista de un plan audaz para asustar a los enamorados. Regresó a su casa y se preparó meticulosamente: se vistió completamente de negro, cubriéndose con una larga y voluminosa enagua y una chalina pesada que arrastraba al caminar. Sobre su cabeza se colocó una olla de hierro negra, en la que había dibujado unos ojos vacíos, una nariz prominente y una boca siniestra. Para dar el toque final, encendió dos velas: una la puso dentro de la olla, iluminando los tétricos rasgos dibujados, y la otra la llevó consigo en la mano.
Con este aspecto aterrador, salió decidido a ejecutar su plan. Al llegar a las vías del tren, comenzó a sorprender a cada pareja. Se detenía frente a los enamorados sin pronunciar palabra, dejando que su oscura figura y la extraña luz en su "cabeza" captaran toda su atención. Luego, de un solo soplido, apagaba la vela que llevaba en la mano, haciendo que pareciera que un humo denso y oscuro salía de su boca. Al mismo tiempo, soltaba una carcajada estridente que resonaba entre los cerros y las casas cercanas.
El efecto fue inmediato. Los jóvenes, aterrorizados, huían despavoridos, creyendo haber visto un espectro salido de las mismas profundidades del inframundo. Corrían sin mirar atrás, buscando refugio en sus hogares o en cualquier lugar que estuviera lejos de las líneas del tren. Solo cuando la risa del supuesto fantasma dejaba de escucharse, los enamorados podían respirar tranquilos, aunque ninguno se atrevía a volver a ese lugar por un buen tiempo.
De esta manera, la ingeniosa estratagema se transformó en una leyenda local, logrando disuadir a los jóvenes de utilizar los solitarios parajes del ferrocarril como escenario para sus citas nocturnas. Los vecinos, complacidos por el éxito de su travesura, no pudieron ocultar su satisfacción.