Sucedió en Otavalo, cuando la luz eléctrica aún no había llegado al pueblo. Las noches eran alumbradas por grandes faroles de aceite, cuya luz vacilante apenas alcanzaba a iluminar las calles por un par de horas. Las sombras profundas que cubrían las esquinas le daban al lugar una atmósfera misteriosa, cargada de historias.
Los jóvenes otavaleños de aquellos tiempos tenían una particular afición por las cantinas. Allí se reunían noche tras noche, disfrutando de largas veladas llenas de risas, copas y canciones que resonaban en la tranquilidad de la oscuridad. Sin embargo, la fiesta muchas veces terminaba mal. Algunos, embriagados por el licor, no lograban llegar a sus hogares. Se desplomaban en las calles empedradas, donde quedaban dormidos hasta el amanecer, a la intemperie.
Lo extraño no era su estado, sino lo que sucedía mientras yacían inconscientes. Al despertar, descubrían que no solo habían perdido sus pertenencias, sino también la ropa que llevaban puesta. Todos coincidían en lo mismo: una mujer parecía ser la responsable. La llamaban "La Viuda". Decían que esta mujer esbelta y de cabellos oscuros, vestida completamente de negro, comenzaba a rondar el pueblo a la medianoche. Su aparición era siempre silenciosa, pero aterradora. Nadie se atrevía a cruzarse en su camino, pues se decía que quien lo hacía nunca volvía a ser el mismo.
La fama de La Viuda creció rápidamente. A medida que su leyenda se propagaba, el temor comenzó a paralizar a los habitantes de Otavalo. Las calles, que antes bullían de actividad hasta altas horas de la noche, se vaciaban al caer la tarde. Los jóvenes evitaban el licor, no por prudencia, sino por miedo a encontrarse con la figura oscura que merodeaba entre las sombras. Las cantinas, que antes se llenaban de vida, pronto se vaciaron, y los cantineros veían con preocupación la falta de clientela.
El único que no temía a La Viuda era el farolero del pueblo. Conocido por su valentía y carácter firme, estaba cansado de los rumores y decidió poner fin a los desmanes de una vez por todas. Una noche, armado solo con su valor y un viejo revólver que siempre llevaba consigo, se dirigió a una de las cantinas cercanas al parque principal. Allí se tomó un par de copas, preparándose mentalmente para lo que vendría. Cuando el reloj dio las doce, salió al pretil y esperó.
A lo lejos, entre la niebla nocturna, divisó la silueta de la viuda. Era una figura alta, vestida de pies a cabeza con un manto negro, que caminaba lenta y majestuosa por la calle Bolívar, como si buscara algo más allá del horizonte. El farolero no perdió tiempo. Con decisión, sacó su revólver, lo apuntó hacia ella y le gritó con voz firme:
—Si hasta contar tres no me dices a quién buscas, te disparo, aunque seas de la otra vida.
La mujer se detuvo. Lentamente, giró la cabeza hacia él, y con una voz profunda y aterradora, que parecía provenir de otro mundo, le respondió:
—Si logras alcanzarme, te lo contaré.
De inmediato, echó a correr.
El farolero, que había sido un gran deportista en su juventud, no se dejó intimidar. Corrió tras ella por las angostas calles del pueblo, siguiendo sus pasos mientras descendía rápidamente por la calle Bolívar y doblaba hacia la misteriosa Gruta del Socavón. Con cada zancada, el hombre se acercaba más a la mujer espectral, hasta que finalmente la alcanzó justo en la entrada de la gruta.
Allí, respirando con dificultad, pero con la misma determinación, volvió a apuntarle con el revólver y repitió su pregunta:
—¿A quién buscas?
La mujer, esta vez más calmada, se dio la vuelta lentamente. Con una serenidad inquietante, se quitó el manto negro que cubría su rostro. Para sorpresa del farolero, no encontró un espectro o una criatura sobrenatural, sino a una mujer de carne y hueso. Era hermosa, de mediana edad, aunque su rostro reflejaba dolor. Con voz quebrada, le confesó:
—No dispares. No soy de la otra vida. Soy de esta, como tú.
El farolero, aún perplejo, la reconoció. Era una mujer del pueblo, cuyo esposo había muerto trágicamente en un accidente unos años atrás. Con lágrimas en los ojos, le explicó que, tras la pérdida de su marido, no había encontrado trabajo y se había visto obligada a disfrazarse de viuda para robar a los borrachos que caían en las calles. Todo lo hacía por la necesidad de alimentar a sus hijos, quienes dependían de ella.
Conmovido, el farolero guardó su revólver y no dijo más. Sabía que la justicia no era tan simple como apretar el gatillo.