Compilación: Gustavo Dávila Hidalgo
Más arriba, aún, el parque de Ibarra era un minúsculo tablero de ajedrez sin alfiles, donde destacaba el añoso Ceibo, plantado tras el terremoto del siglo XIX y que, según decían, sus ramas habían caminado una cuadra entera. La noche caía plácida sobre las enredaderas y la luna parecía indolente a las sombras que pasaban, pero que no podían ser reflejadas en las piedras.
¿Quiénes miraban a Ibarra dormida? ¿Quiénes tenían el privilegio de contemplar sus paredes blanquísimas engalanadas con los fulgores de la luna? ¿Quiénes pasaban en un vuelo rasante como si fueran aves nocturnas? ¿Quiénes se sentaban cerca de las campanas de la Catedral a mirar los tejuelos verdes y las copas de los árboles?
Todas noticias importantísimas que, de no ser por las voladoras, hubieran llegado desgastadas. Pero, a diferencia de lo que se cree de las brujas, que van en escoba, llevaban un traje negro y tienen la nariz puntiaguda, las del sector norteño ecuatoriano poseían trajes blanquísimos y tan almidonados que eran tiesos.
Por eso cuando las voladoras pasaban los pliegues de sus vestidos sonaban mientras cortaban el viento. Algunos las tenían localizadas. Por eso cuando pasaban por encima de las casas, existían los atrevidos que se acostaban en cruz y con esta fórmula las brujas caían al suelo.
Otros, en cambio, preferían decirles que al otro día vayan por sal y de esta manera conocían su identidad. Pero las voladoras de Mira también tenían sus hechizos. Quienes se burlaban de las brujas terminaban convertidos en mulas o gallos. Y eso, al parecer, le sucedió a Rafael Miranda, un conocido galeno de Ibarra, de inicio de siglo
Cuentan los abuelos que el doctor Miranda desapareció un día sin dejar rastro. Sus amigos lo buscaron por todos lados infructuosamente. Sus familiares estaban desesperados. El tiempo pasó. Una tarde, un conocido del doctor Miranda recorría unas huertas por Mira y miró a un hombre desaliñado con un azadón. Creyó reconocerlo.
Al acercarse comprobó con estupor que se trataba del famoso doctor Miranda. Lo sacó del lugar y tras curaciones prodigiosas el galeno volvió a su estado normal y nunca más se sintió gallo. Otra historia, en cambio, sirvió para que Juan José Mejía, el popular y primer sacamuelas de Carchi e Imbabura, justificara una parranda de tres días.
Cuando le preguntaron por qué no había llegado a la casa contestó sin inmutarse: “Estuve en Mira amarrado a la pata de una cama, convertido en gallo y recién me escapo de las brujas”.
Claro que estuvo en Mira y, acaso, le brindaron, como a muchos, el famoso tardón, que es una bebida que basta un solo trago para que el confiado visitante termine por los suelos, en un remolino de carcajadas.
Por eso los políticos de turno o las autoridades, que siempre ofrecen solucionar todos los problemas, se dan cuenta de los fatídicos brebajes demasiado tarde: quedan arrumados en las sillas de madera, con un olor imperceptible a aguardiente, que es uno de los ingredientes del tardón, elaborado de papa y de secretísimos compuestos que ha sido imposible develar.
Cuando alguna autoridad trataba de levantarse caía en cuenta que sus honorables posaderas estaban como pegadas a la silla. ¿Cuáles eran las palabras mágicas para volar? De boca en boca ha llegado hasta estos días lo que decían las brujas ecuatorianas: “De villa en villa y de viga en viga, sin Dios ni Santa María” y tras pronunciar este conjuro levantaban vuelo.
Y hasta había quienes intentaron realizar una aventura aérea. Cuentan que un mireño insistió a una maga para que le iniciara en su arte. Tras las súplicas decidió confiarle el secreto.
Lo primero que le indicó es que tenía que utilizar uno de sus trajes níveos. Aguardaron la noche y subieron a la chimenea de un horno…
-Tienes que repetir esta fórmula, le dijo la encantadora.
Tras decir “De villa en villa, de viga en viga, sin Dios ni Santa María”, extendió sus brazos y salió disparada por el cielo. Nuestro personaje se emocionó pero al repetir el conjuro lo hizo de esta manera: “De villa en villa, de viga en viga, con Dios y Santa María”.
Dicho esto, desplomóse cuan largo era en el patio de la casa, en medio de los ladridos de los perros y de los vecinos que lo encontraron magullado y vestido de traje blanco, con cintas y encajes. Aunque pidió discreción, al otro día toda Mira conoció esta historia y su único argumento se enredó en la vestimenta. Obviamente, no pudo aclarar qué hacía subido en la chimenea y con un vestido de dama.
Hay quienes dicen que las brujas aún pasan por los tejados de Ibarra. Es posible. Más, nunca se han caracterizado, como lo eran acusadas en la Inquisición Española, de artilugios malévolos. Su único delito, podría decirse, es volar para conocer tierras lejanas o para visitar a algún amante venturoso que abre su puerta antes que la maga tope el suelo.
Hay quienes dicen haberlas visto reunidas practicando iniciaciones antiquísimas, en medio de un prado. Con suerte, si levantamos a mirar el cielo en una noche de luna, es posible que localicemos a una bruja que regresa del sur y pasa por encima del pequeño Ceibo, del parque Pedro Moncayo, que ha empezado a brotar sus hojas.
Mitos y Leyendas Ecuatorianas, Compilación, Quito, Ariel Clásicos Ecuatorianos, 2015.
Portada: generada por Dorys Rueda.