Por: Hugo Garcés Paz
Otavalo era ciudad desde hacía más de unos sesenta años, pues nos hallamos al finalizar el siglo XIX. Los Gobiernos Nacionales se habían sucedido sin preocuparse de dotar de carreteras al país, y así se decía que quien tenía que viajar a la Costa debía realizarlo después de haber hecho su testamento, por los grandes peligros que corría de ser sorprendido y atacado en el trayecto, o por los numerosos precipicios que debía sortear durante todo su viaje.
Desde Otavalo, y en general, desde todas las poblaciones del Norte del país, necesitaban comunicarse con la Capital de la República, ya sea por asuntos familiares como también por transacciones comerciales que estaban obligados a realizar, para poder subsistir. El sendero que utilizaban iba por el Nudo de Mojanda, que atravesaba por cerca de las lagunas del mismo nombre y los picachos del Fuya-Fuya. El camino, o mejor dicho, el chaquiñán era el sendero donde caballero y mula debían poner de manifiesto toda su pericia para no ir a parar en el precipicio o extraviarse en la montaña. Entonces no era raro que de vez en cuando alguien hubiera desaparecido en el trayecto, sin nunca llegar a saberse dónde cayó o dónde fue asaltado. Simplemente no llegaba a su destino.
El viaje demoraba dos días completos para ir de Otavalo a Quito o viceversa. No se podía pensar en encontrar en el camino buenas posadas para tener algún reposo y servirse algún alimento, quizá de eso no se conocía sino el nombre, pues si algo se podía hallar en el trayecto eran los tambos donde podía acostarse el viajero, aun cuando sea en mala cama y llevar algo caliente a la boca. Los tambos estaban bien ubicados, capaz de que el viajero cansado, extenuado por la larga caminata y muerto de hambre no tenía más remedio que arribar a uno de esos y por más malo que fuese le solía parecer delicioso. Uno de estos tambos estaba ubicado justamente cerca de las lagunas del Mojanda, paso obligado de quienes se dirigían de Otavalo a Quito, o de Quito a cualquiera de las poblaciones del Norte. Era de renombre la comida sabrosa que preparaban sus dueños, indígenas de apellido Remache, y de fama la rica fritada que en ella se expendía. Se contaba que de vez en cuando sacaban sus frituras a la ciudad de Otavalo por pocos momentos, puesto que la demanda era de tal naturaleza que en breve desaparecían. Se contaba también que había quienes hacían viaje expreso a las lagunas del Mojanda con el exclusivo propósito de servirse la rica fritada acompañada de un exquisito pilche de chicha de jora.
Cierta ocasión en que la tempestad arreciaba la cordillera del Mojanda, y la noche se había venido encima, un cansado viajero apenas alcanzó a llegar al tambo cuando las nubes se descargaron, cual si solo hubiesen estado esperando que el buen hombre pudiera guarecerse en aquel lugar. Muy diligente el posadero brindó asiento al huésped y pidió a su mujer le sirviera un canelazo para que se repusiera el visitante mientras él llevaba la mula a la pesebrera donde pasaría la noche. A pedido del forastero le prepararon una sabrosa comida, sin faltar el plato de exquisita fritada después de la cual se quedó conversando con los posaderos hasta altas horas de la noche, sirviéndose de vez en cuando otro canelazo, a pesar de que al siguiente día debía madrugar. Por fin se fue a acostar en la pieza que se le había designado para pasar aquella noche. Se acomodó lo mejor que pudo con intención de dormirse lo más pronto para descansar del largo viaje y hallarse en las mejores condiciones a la mañana siguiente. Sin embargo el sueño parecía huir de sus párpados y con el afán de ver la manera de dormir optó por quedarse sin movimiento en la cama, entonces sintió que alguien entró en su habitación como que deseaba cerciorarse de que estaba dormido. Luego de un buen rato también otro se acercaba a su habitación. Sí, eran dos personas, el dueño de la posada que muy bajito murmuraba:
-Dice que es de Otavalo, que regresa después de mucho tiempo de haber permanecido en la Costa, por lo cual nadie le espera. En caso de muerte no sabrá ninguna persona de su fallecimiento.
-¿Y qué traerá en el equipaje? Preguntó una voz de mujer, quizá la posadera.
-Serán varios artículos caros comprados en Guayaquil y en Quito con los cuales querrá quedar bien con sus familiares quienes ha olvidado durante tanto tiempo.
-Entonces ¿le matamos, no? Preguntó la voz de mujer.
-Eso está ya decidido, como te dije anteriormente.
De todos modos no le harás sufrir como lo hiciste al otro que vino antes que este, dice nuevamente la mujer.
-No, esta vez será un solo tajo en el cuello, y mañana habrá carne abundante para la fritada, pues tendremos dos muertos.
Nuestro pasajero no creía lo que estaba oyendo. Por un momento le pareció ser juguete de una pesadilla, pues no podía concebir que atentaran contra su vida, y luego hacer fritada con su cuerpo. Trató de serenarse y buscar un lugar donde esconderse por lo que pudiera suceder. Pero, por más que pensó no pudo encontrar ninguna forma de escabullirse, pues salir corriendo era ponerse en manos de sus asesinos. De pronto se le ocurrió que quizá esconderse debajo de la cama le podría dar tiempo a salir corriendo el momento en que entraran a su habitación. Sin pensarlo dos veces, puso manos a la obra, más al meterse debajo de ella se encontró con un bulto. Creyó en un principio, que podía ser un atado de ropa, mas al palparlo se dio cuenta que se trataba de una persona que por la rigidez de su cuerpo y el frío de sus miembros debía estar muerta. Apresuradamente lo tomó en sus brazos y le puso sobre la cama y él se colocó bajo la misma. Todo había sido a tiempo porque de inmediato entró alguien en el cuarto. Se dirigió con paso seguro hacia la cama, se detuvo frente a ella como que se acomodaba y descargó su hacha donde debía estar la unión de la cabeza y el cuerpo y luego se retiró como quien nada ha hecho.
-Ni siquiera se movió, dijo a su pareja al abandonar la habitación.
-Mejor así, dijo ella, y se fueron a su respectivo dormitorio.
Al sentir que se iban, pudo respirar nuestro huésped. Esperó que se alejaran para abandonar el cuarto y ver la manera de salir corriendo hacia el sendero sin que nadie lo viera.
La noche era obscura, lluviosa, y un viento helado corría por el páramo. Nuestro viajero estaba resuelto a todo, aun a morir en el camino, de cansancio o de frío; pero, no podía quedarse ni un minuto más en aquella fatídica casa. Con sumo cuidado logró escabullirse hasta el corredor, trató de orientarse, logrado lo cual emprendió veloz carrera montaña abajo.
A los Remaches que recientemente estaban conciliando el sueño, les pareció que alguien abrió la puerta y salió en desenfrenada carrera. No podían creerlo, prendieron una vela y registraron toda la casa. Finalmente se dirigieron hacia la pieza del huésped a quien creyeron hallarlo muerto en su lecho. Efectivamente así era. Allí estaba acostado, boca arriba con la cabeza separada del cuerpo; pero ¡Oh sorpresa! No se trataba del último pasajero sino de quien había dado muerte aquella tarde y que lo colocaron debajo de la cama. ¿Qué había pasado con el último pasajero? Sin lugar a duda era el que había salido corriendo hacía un momento. No había más remedio que alcanzarle porque iría a denunciarles en Otavalo. Cogieron las cabalgaduras que estaban en el pesebre y salieron en veloz persecución montaña abajo; había que encontrarlo vivo o muerto antes de que llegara a la ciudad. Cabalgaron sin descanso, tratando de descubrirlo entre los matorrales, pero nada encontraron hasta que se hallaron muy cerca de la ciudad. Era ya un nuevo día, no les quedaba más remedio que regresar a ponerse de acuerdo y ver qué era lo más conveniente en tales circunstancias.
El fugitivo había oído el tropel de los caballos y tuvo tiempo de desviarse del camino y esconderse en una quebrada. Sintió que de trecho en trecho se detenían para buscarle en la obscuridad y al no hallarle continuar su veloz carrera. Allí esperó hasta que amaneciera, para emprender el camino por entre los matorrales y haciéndose todo oídos para poder ocultarse en cuanto sintiera que alguien se acercaba.
Pasadas las doce del día, nuestro viajero, llegó a la ciudad de Otavalo más muerto que vivo; lleno de rasguños, rota la ropa, desgreñado y que se caía de cansancio. En la primera casa que encontró se detuvo y pidió hospitalidad hasta reponerse. Algo más tarde había volado la noticia de que nuestro personaje había llegado a Otavalo, y sus parientes se apresuraron a salirle al encuentro. Una vez contada su triste aventura, resolvieron poner en conocimiento de la autoridad correspondiente y velar porque se hiciese justicia.
En la ciudad, la gente había salido a las calles donde se entrecruzaban los siguientes comentarios:
-Les han tomado presos a los Remaches.
-Ya dizque les traen…
-Amarrados parece que les traen.
-Que les maten a esos verdugos…
A lo largo de la calle Real que se pierde más allá del cementerio se han dado cita los curiosos para mirar a los Remaches.
-Castigo del cielo, dice uno, por tanta maldad de este tiempo.
-¿Y quién no habrá comido de la fritada de los Remaches? Inquiere un segundo.
-Tan sabrosa que parecía, dice una mujer, esforzándose por disimular el asco que aquello le causaba con solo pensarlo.
-El compadre Antonio asegura haber encontrado entre la fritada, la falange del dedo de un cristiano, con uña y todo…
A todo correr un caballo se acerca a la ciudad, cuyo jinete, a pulmón lleno, anuncia:
-Ya vienen… Están a la vuelta de Imbabuela.
La muchedumbre se prepara. Hombres encolerizados. Mujeres asustadas. Niños que lloran.
Por fin llegan los Remaches.
Atados las manos, con semblante demacrado y la angustia dibujada en los ojos, desfilan vigilados por fuerte escolta.
La noche cobijó la ciudad y los curiosos se retiraron; pensativos los hombres, llorosas, las mujeres.
Al día siguiente la casa del pueblo resultó estrecha para dar cabida a la muchedumbre, donde iban a ser juzgados, y a la noche en la sala mayor; y con túnicas blancas, los Remaches se velaban a la luz mortecina de las velas. Un sacerdote se había prestado para acompañarles en sus últimos momentos de vida. Más de una hora permaneció con ellos conversando y tratando de convencerles de que se confesaran para poder darles los últimos sacramentos; pero ellos se hallaban reacios, pues no querían creer que les iban a matar. Es solo para hacernos tener miedo, respondían al religioso cada vez que les hablaba de la muerte.
Al otro día, la ciudad se encontraba alarmada con la llegada de cientos de indios que venían de las poblaciones vecinas para ver cómo les ajusticiaban a los Remaches. Al lado Norte de la plaza principal se había preparado una especie de tablado para la ejecución de los sentenciados. Cerca del medio día, por fin, los Remaches fueron conducidos a la plaza, precedidos del tambor que, con su sonido monótono, puso los nervios en tensión de todos los asistentes al acto. Les acompañaba el eclesiástico con un crucifijo en sus manos, tratando de que a su vista llegasen a arrepentirse los criminales. Un pelotón marchaba detrás de ellos, llevando sus fusiles al hombro. Una vez colocados los reos en el tablado, insistió por última vez el religioso para que se arrepintieran y la respuesta fue la misma de antes;
-Taita curita, todo esto es solo para asustarnos y mirando los fusiles de los soldados que les iban a ajusticiar, decían: ¿Acaso somos pájaros para que nos maten con escopetas?
Al costado derecho se colocaron los parientes, entre los cuales se contaban dos muchachos, hijos de los Remaches que iban a ser ejecutados. El resto de la plaza resultaba estrecha para la cantidad de gente que había salido, respondiendo a una incitación de las autoridades, que decían: para que sirva de escarmiento.
Por fin se oyó la voz de mando del oficial:
Pelotón, atención, Firrr. Apunten… ¡Fuego!
Los cuatro Remaches se tambalearon y fueron cayendo al tablado lentamente, mientras de las bocas de los espectadores se escapaba un estruendoso ruido como el aire al salir de los pulmones después de haber permanecido encerrado durante mucho tiempo.
Era el año de 1895.
Mientras esto sucedía en la plaza, en la escuela de las religiosas de la Caridad, y en su capilla que quedaba hacia la plaza, las monjitas habían congregado a todas las educandas para rezar por el alma de quienes morían a pocos metros de allí. A la voz de mando del oficial, interrumpieron sus oraciones como en espera de algo, y al oír los disparos se desataron en incontenible llanto. Entre aquellas niñas estaba mi madre.
Quito, 15 de agosto de 1980.
Leyendas y tradiciones del Ecuador, Tomo I, Ediciones ABYA-YALA, 2001
Hugo Garcés Paz: obtuvo el título de Normalista y el de Licenciado en Ciencias de la Educación. Ha seguido algunos cursos postgrado, tanto en el país como en el exterior.
Fue profesor de Escuela Primaria, de planteles de Educación Media y educación Superior. En el Ministerio de Educación desempeñó el cargo de Director del Departamento de Planeamiento Integral de la Educación, a lo que habría que añadir el desempeño de la Cátedra de Investigación Científica por más de 20 años.
En 1973 la OEA solicitó el nombre de Hugo Garcés Paz para hacerlo constar en el Índice Bibliográfico de Carácter Internacional, dentro de los especialistas en Educación.
(Extracto de lo publicado en el Periódico “Nosotras” del Colegio Manuela Cañizares.)