Una noche, muchos años atrás, en la antigua estación del ferrocarril de Otavalo, los ecos de risas y conversaciones fluían entre tres jóvenes que se habían reunido a beber juntos esa noche. Aunque el sitio estaba desolado, abandonado, lúgubre y oscuro y ya no había trenes que surcaran las vías, para los muchachos era el refugio perfecto para escapar de las miradas de sus mayores. Entre trago y trago conversaban, se hacían bromas y hablaban de mujeres. La alegría era desbordante. Estaban felices y no iban a parar de beber, al contrario, se terminarían todas las botellas que faltaban. Además, estaban convencidos de que no irían a dormir a sus casas esa noche.
Pero, a medida que la medianoche se acercaba, la atmósfera comenzó a cambiar sutilmente. Las risas y bromas que antes llenaban el ambiente fueron reemplazadas por lapsos de silencio, como anticipando algo inminente y desconocido. El reloj de la torre de la iglesia de San Luis marcó las doce con un sonido grave y prolongado. Con cada campanada, un frío de muerte se apoderó del lugar.
De pronto, una figura sombría emergió entre las sombras en una de las vías. Los muchachos, paralizados por el miedo y la sorpresa, observaron cómo la figura se acercaba lentamente. Era una mujer, vestida de blanco, que llevaba un largo manto con el que se cubría su cabeza y rostro. Caminaba lentamente hacia ellos…
A medida que se acercaba, los jóvenes pudieron percibir un gemido suave pero constante que escapaba de la figura, un lamento doloroso y melódico. Uno de los chicos, instintivamente, dio un paso hacia atrás, tropezando con una botella vacía. Los otros dos, aterrorizados, se abrazaron el uno al otro. Se les pasó la borrachera en un segundo.
La figura se detuvo de repente, a unos metros de distancia. Elevó lánguidamente su cabeza y se quitó el manto para revelar su rostro. Lo que vieron les heló la sangre. No tenía cara. En su lugar, aparecieron unos huesos, blanqueados por el paso del tiempo y la ausencia de vida. Tenía dos cavidades profundas como ojos, la mandíbula le colgaba y por el orificio abierto de su boca brotaban sus quejidos.
Los tres jóvenes, sin poder contener el pánico, se olvidaron de la parranda y abandonaron precipitadamente la estación del ferrocarril. Corrieron sin descanso por las calles oscuras y desiertas de Otavalo, sin mirar atrás, hasta llegar a la Gruta del Socavón, donde estaba asentada la Virgen de Monserrat. Tocaron el agua, que sabían era milagrosa y con ella, se hicieron la señal de la cruz, esperando que el agua sagrada pudiera protegerlos.
Después continuaron su frenética carrera y llegaron, tan rápido como pudieron, más muertos que vivos, a una de las casas de los muchachos. Golpearon la puerta con urgencia hasta que una luz se encendió y la figura somnolienta de una madre que se levantaba entre sueños apareció. Estaba sorprendida y preocupada al ver a su hijo y a los amigos de aquel en tal estado de pavor.
Le contaron lo que les había pasado. Una abuelita que salió también a la puerta les dijo que seguramente se trataba de una “alma en pena”, una mujer que buscaba a su alma gemela, un varón con quien vivió y aprendió a amar, pero que no estaba en el mundo de los muertos, por eso, ella recorría las calles de los vivos, a partir de las 12 de la noche, con la esperanza de encontrar a su otra mitad. La gente decía que ese varón posiblemente era joven, porque jamás el espectro se aparecía a los hombres de edad.
“Deben dejar de beber, solo así la mujer no volverá a presentarse ante ustedes", les aconsejó la abuelita.
ADAPTACIÓN
VIDEO: ALMA GEMELA
AUDIO: ALMA GEMELA
Narración: Dorys Rueda