Por: José Nicolás Hidalgo

La historia que vamos a referir tuvo por escenario el barrio de la ciudad de Ibarra, conocido con el nombre de “Sanjuancalle”, situado al lado sur-oriental de dicha ciudad y constituido por una calle larga, estrecha y sinuosa, en uno de cuyos costados se halla el cementerio de la “Hermandad  Funeraria de San Francisco” y en cuyo extremo meridional existe, desde tiempo inmemorial, una Cruz de Piedra, adosada hoy a una casa del fondo, pero que, en la época a que se refiere este relato, se erguía solitaria en medio de la calle, a muy poca distancia del aludido camposanto. No hemos podido averiguar la razón por la que se le habría puesto el nombre que lleva; ya que, actualmente, no existe en ella ningún templo, capilla o imagen consagrada al Bautista; pero es probable que algo de eso haya habido en tiempos pasados. Detrás de esta calle, hay otro barrio suburbano llamado “El Alpargate”, del cual tampoco se sabe el origen de su nombre, aunque nos aventuramos a suponer que éste habría podido proceder de cierta curiosidad natural –un verdadero capricho de la naturaleza- que hasta hace pocos años se podía ver en el camino que atraviesa dicho barrio. Se trata de una piedra fina, de forma irregular, sembrada en la tierra, en la que se podía notar, con toda claridad, la huella de un enorme pie humano, calzado, probablemente, con un “alpargate”, que era entonces lo que usaba la mayor parte de la gente de pocos recursos; pie que parecía haber resbalado violentamente sobre la superficie de la piedra, hasta el punto de hundirla y aplastarla, como si se hubiera asentado sobre una blanda masa de barro fresco. Dicha piedra –que había valido la pena de conservarse como un objeto curioso –no existe ya en su sitio, seguramente, por el implacable combo de algún despreocupado picapedrero.

Conviene advertir que, para llegar al mencionado barrio de “El Alpargate”, era de todo punto necesario pasar por “Sanjuancalle”, pues que, en aquella época, no existía aún la “Calle Nueva”, que une actualmente “El Carretero” con  “Sanjuancalle” y “El Alpargate”. Queremos advertir también que sabemos con exactitud los verdaderos nombres de los dos principales protagonistas de esta historia, y que aún alcanzamos a conocerlos personalmente en nuestra niñez, cuando ellos han debido tener, aproximadamente, ochenta años de edad, pero que, por la consideración de que viven en la actualidad numerosos descendientes de ellos, hemos creído del caso designarlos con nombres supuestos.

Sentados estos antecedentes, pasemos ya a contar la historia que nos hemos propuesto referir aquí. El caso es que, allá en último tercio del siglo pasado, esto es, más o menos, por los años de 1870 a 1880, vivía en el citado barrio de “El Alpargate” una donosa mujer llamada Soledad Moreno, la cual tenía sus tratos amorosos  con un  ciudadano que respondía al nombre de Roberto Manosalvas y que tenía por oficio o modo de vida el de  “Pesador de ganado”, como se designaba entonces a las personas que se dedicaban al negocio de llevar al matadero reses vivas para despostarlas y vender su carne al público, razón por la que Roberto Manosalvas era un excelente jinete y un soberbio en lazador de toros bravos, una especie de vaquero texano trasplantado a estas tierras. Con motivo, pues, de sus relaciones  amorosas con Soledad Moreno, Don Roberto acostumbraba  ir a visitar a ésta todas las noches, un poco después de las nueve, es decir cuando la calle estaba ya completamente a oscuras, porque los vecinos habían  retirado ya los faroles alumbrados con velas  de sebo que en virtud de una Ordenanza Municipal, estaban obligados a mantener encendidos desde las siete hasta las nueve de la noche.

Estas visitas nocturnas las venía haciendo Don Roberto Manosalvas desde tiempos atrás, sin que nada de particular le hubiera ocurrido en su diario trajinar de su casa a la de su amiga; pero he aquí que una buena noche en que tranquilo y despreocupado, se dirigía a “Sanjuancalle” arriba, a casa de su Soledad, él que se acerca a la Cruz de Piedra situada junto al cementerio, ve con indecible espanto que un bulto o figura vestida enteramente de blanco y en cuya parte superior mostraba su horrible rostro una pavorosa calavera que parecía mirarle con las cuencas de sus ojos vacíos y sonreírle con las muecas de su desdentada boca, estaba estacionada, inmóvil y hierática, el pie de dicha Cruz. En presencia de tan tremenda visión, don Roberto más muerto que vivo y con los pelos de punta, dio media vuelta y, a carrera tendida, regresó a su casa sin recordar siquiera que se estaba encaminando a ver a su Soledad; pero, como el amor es más poderoso que la Muerte, don Roberto volvió la noche siguiente a efectuar el mismo recorrido, con la esperanza de que el terrible espectro se hubiera marchado con sus huesos a otra parte; pero no fue así, el odioso fantasma estaba otra vez ahí; repitió la inspección durante las tres o cuatro noches siguientes, pero el espantable aparecido, firme e infaltable como el ojo de Caín, se hallaba siempre en su lugar conocido.

Viendo, pues, que su misterioso enemigo, el blanco fantasma, en lo que menos pensaba era en abandonar el lugar de su residencia, don Roberto, que no estaba absolutamente seguro de lo que le venía ocurriendo, fuese realmente “cosa de Otra Vida”, quiso salir de dudas una vez por todas y, para lograrlo, puso en práctica el siguiente heroico procedimiento: cuando llegó la hora de ir a  hacer la inspección del barrio “Sanjuancalle”, montó en el mejor de sus caballos, teniendo cuidado de llevar consigo el más fuerte, largo y flexible de los “lazos” que le servían para coger y sujetar a los toros que conducía al matadero. Avanzó, pues, resueltamente hasta la Cruz de Piedra  Y, al llegar a ella, encontró, como de costumbre, al aborrecido espectro ocupando su sitio conocido; se acercó a distancia conveniente, desenvolvió el “lazo” que traía en la silla, levantó el brazo y blandiendo por encima de su cabeza, la resistente cuerda, la arrojó con mano segura a la cabeza del Fantasma y esperó el resultado. Como vio con gran satisfacción, que el lazo no había caído sobre humo, aire o niebla, sino sobre algo concreto y corporal, ajustó la cuerda, volvió grupas a  su caballo y emprendió desaforada carrera calle abajo, arrastrando consigo al fantasma, de cuya garganta salían unas voces angustiadas que gritaban desesperadamente: Roberto no me mates, por Dios… soy yo, tu amigo, el Mariano… suéltame, suéltame, que me matas… pero don Roberto, sin hacer caso de los gritos continuaba a su loca carreta, hasta que éstos cesaron por completo. Entonces, don Roberto detuvo a su caballo, regresó al sitio en que yacía, exánime, el cuerpo del arrastrado, le descubrió la cara y vio, con gran sorpresa, que el “aparecido” que tantos disgustos le había causado, no había sido otro que un amigo suyo, don Mariano Cadena, el cual, estando enamorado también de Soledad Moreno, había tratado de arrebatarle el amor de ésta valiéndose de la estratagema de vestirse de “Alma en Pena”, y como vio que éste, aunque magullado y carisucio, todavía respiraba, le soltó la cuerda que le sujetaba y lo puso en la acera delante de una casa, dejándolo allí abandonado, mientras él seguía triunfante su camino a casa de su amada Soledad. No hay para qué decir que don Mariano Cadena quedó escarmentado de la dura lección que había recibido, que nunca se le volvió a ocurrir poner sus ojos en los encantos de Soledad Moreno y que don Roberto Manosalvas fue en lo sucesivo, el único dueño de su corazón.

Leyendas y Tradiciones de Ibarra,  Editora Porvenir, Centro de Ediciones Culturales  de Imbabura, 1988.

 

Portada: https://www.mundoesotericoparanormal.com/leyenda-fantasma-dama-blanco/

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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