Otavalo, hace muchísimos años, era un pueblito de pocas familias, donde todos se conocían, más por los sobrenombres que por los mismos nombres o apellidos. En las tardes, el silencio solo era interrumpido por el canto de los gallos, los ladridos de los perros y las carcajadas de los niños jugando en las polvorientas calles. Las casas, de adobe y tejas, tenían puertas de madera envejecida y ventanas pequeñas con cortinas de encaje que apenas dejaban pasar la luz. Muchos de los habitantes trabajaban en el campo desde antes del amanecer, otros se ganaban el pan en las haciendas cercanas, cargando bultos, cuidando animales o sembrando maíz.
Una noche, cierto otavaleño regresaba precisamente de una de esas haciendas, donde había trabajado intensamente durante tres días. El cansancio se notaba en sus ojos enrojecidos y en la postura encorvada sobre su caballo negro. Iba en silencio, solo interrumpido por el golpeteo rítmico de los cascos del animal contra el suelo. De vez en cuando, animaba al jamelgo con palabras suaves para que apurara el paso, pues no quería que la medianoche lo alcanzara a la intemperie. Esa hora era siempre “pesada”, decía la gente, y estaba cargada de secretos, aparecidos y ánimas que no descansaban en paz.
El frío iba calando poco a poco entre su poncho y los huesos. Las sombras de los árboles parecían estirarse a su paso y las luciérnagas, que usualmente eran señales de calma, parecían esquivas esa noche. Al llegar al puente del río El Tejar, un tañido grave, como si viniera de un reloj lejano, anunció que eran exactamente las doce de la noche. El corazón del hombre dio un brinco. Un escalofrío le recorrió la espalda y el caballo, como si también lo sintiera, empezó a frenar lentamente hasta detenerse justo en medio del puente.
Inquieto, el hombre descendió del caballo, creyendo que alguna piedra se había incrustado en la herradura del animal. Se agachó para revisar, pero entonces, en el borde del camino, distinguió algo extraño: un bulto quieto, envuelto en una tela sucia, apenas visible bajo la tenue luz de la luna. Se acercó con cautela, con la respiración entrecortada. Cuando estuvo a pocos pasos, se dio cuenta de que se trataba de un niño recién nacido, arropado apenas con una manta desgastada. Su instinto fue más fuerte que su miedo. Conmovido por el abandono, lo alzó con cuidado y le acarició la cabecita con ternura, sintiendo el calor frágil de la criatura.
—¡Pobre angelito! —murmuró—. ¿Quién te habrá dejado así?
Sin pensarlo mucho, lo envolvió mejor en su poncho y se acercó al caballo con intención de subir nuevamente y llegar cuanto antes al pueblo. Pero justo cuando iba a montar, el pequeño comenzó a reírse. No era una risa común. Era una carcajada aguda, burlona, que retumbaba en la quietud de la noche como si viniera de todos lados. El hombre frunció el ceño, extrañado. ¿Cómo podía reír así un recién nacido?
Con mano temblorosa, apartó la manta para ver qué le ocurría y lo que encontró lo dejó mudo del terror. El niño ya no era un bebé. En apenas segundos, había crecido; sus ojos eran profundos y una dentadura completa, con colmillos afilados, asomaba en una sonrisa grotesca. Con voz de hombre adulto, le dijo entre carcajadas:
—¡Papá, ya tengo dientes! ¡Papá, ya tengo cabello! ¡Papá, ya tengo uñas grandes!
El hombre retrocedió instintivamente. El niño lo miraba fijo, sin parpadear. Una ráfaga helada cruzó el puente.
—¡Papá! —gritó ahora con una voz grave, ronca, que parecía venir del mismo abismo—. ¡Me acaba de salir cola y cuernos!
Fue entonces que el horror lo venció. El hombre soltó al ser con un grito ahogado. El cuerpo del infante cayó pesadamente sobre el suelo, pero no hubo sonido de impacto. Solo un soplo de viento y después, la nada. El niño-demonio había desaparecido, como si nunca hubiera estado ahí. Solo quedaba el eco de su risa retumbando entre las paredes del puente.
Con las piernas tambaleantes y el alma encogida, el hombre se santiguó una y otra vez mientras montaba como podía al caballo, que tampoco parecía tener fuerza para seguir. Ambos, hombre y bestia, regresaron al pueblo como en una pesadilla, tropezando con las piedras del camino, como si el mismo miedo los guiara.
Llegó a su casa más muerto que vivo. No pronunció palabra. Se tiró en su catre, sin quitarse siquiera el poncho. Esa noche no durmió, solo miraba el techo, rezando en silencio. Al día siguiente, el caballo amaneció echado, respirando con dificultad y antes del mediodía, murió sin emitir un solo relincho.
Desde entonces, nadie quiso pasar por el puente del río El Tejar a medianoche. Algunos decían que ese niño seguía apareciéndose en busca de otro “padre”. Otros aseguraban que el diablo probaba la bondad de los hombres en forma de inocencia. Lo cierto es que el puente quedó marcado y hasta el día de hoy, cuando alguien lo cruza de noche, se persigna sin pensarlo, por si acaso.
Informante
Luis Ubidia (Otavalo: 1913-2000)
Fue un maestro prestigioso que comenzó su carrera docente en 1935 en San Pablo de Lago, en la escuela Cristóbal Colón. Después pasó a la escuela 10 de agosto de la ciudad de Otavalo, plantel donde había estudiado su educación primaria. En 1936, viajó a Quito para trabajar en la Anexa del Normal Juan Montalvo. En 1970, después de una ardua y fructífera laboral como profesor, acogió a la jubilación y el poder articulista en los medios escritos de la provincia de Imbabura, con un claro enfoque de justicia y rectitud en los temas de la vida local del cantón Otavalo. Escribió también artículos de investigación científica y notas poéticas. Tiene 28 publicaciones
Hilda Ubidia, comunicación personal, 14 de enero de 2016.