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Por Dorys Rueda

 

Cerbero, en la mitología griega, era el perro del dios Hades, rey del Infierno. Era un animal de tres cabezas que tenía una serpiente en lugar de la cola. La misión que tenía era cuidar la puerta del Inframundo. Debía estar alerta para que ningún espectro o muerto pudiera salir del Infierno y, a la vez, ningún ser vivo pudiera cruzar las puertas del Hades.

 Desde tiempos inmemorables, los perros negros, grandes y de ojos aterradores, en distintos países y culturas, han estado ligados a lo fantasmal y a lo diabólico. Estos canes negros, dentro del folklore europeo y americano, con distintas variantes, también representan la muerte. Quienes los veían, irremediablemente, estaban destinados a morir tarde o temprano.

El cadejo, en algunas zonas de Centroamérica, es un animal legendario. Se cuenta que es un perro (o dos) que tiene poderes sobrenaturales y, por lo general, se aparece a las personas que deambulan a altas horas de la noche. Asusta a los trasnochadores callejeros y les da un escarmiento por su conducta poco ejemplar. Se dice que el cadejo, como castigo divino, acecha a aquellos que no respetan las reglas sociales, persiguiéndolos hasta que caen en un abismo de arrepentimiento o, en el peor de los casos, en la muerte.

La historia que voy a compartir con ustedes está directamente relacionada con este can. Me la relató mi padre, don Ángel Rueda Encalada, en 1985. A su vez, él la había oído de su hermano mayor, quien fue el protagonista de este curioso suceso.

Así es cómo comienza la leyenda:

El carbunco de Otavalo no era solo una sombra que acechaba en la oscuridad; era una manifestación de lo más oscuro de la tierra. Este perro diabólico, de pelaje negro como la noche, era pequeño en tamaño, pero su mirada podía penetrar el alma de quien lo mirara. En su frente, una estrella brillante como un faro infernal lo diferenciaba de cualquier otro can, y la luz de esa estrella tenía el poder de cegar a cualquier ser humano que la contemplara por demasiado tiempo.

Una noche oscura y fría, cerca de la medianoche, un hombre se desplazaba por las solitarias carreteras que conducían a Otavalo. Su vehículo grande lo hacía sentirse seguro y confiado mientras avanzaba por las serpenteantes calles desiertas, sin ningún otro coche a la vista. La quietud de la noche era interrumpida solo por el sonido del motor y el crujir ocasional de las ruedas sobre el asfalto. La oscuridad parecía envolverse aún más a medida que se acercaba a la ciudad y el hombre no podía evitar sentir que algo inusual se cernía en el aire. No era un temor palpable, sino una extraña sensación de que algo lo observaba, algo que no pertenecía a este mundo.

De repente, a pocos minutos de llegar a su destino, una luz deslumbrante surgió de la nada, iluminando la carretera con una intensidad cegadora. La luz era tan penetrante que parecía surgir de la misma tierra, invadiendo todo a su alrededor y deslumbrando sus ojos con una fuerza abrumadora. El hombre intentó cubrirse, pero la luz seguía brillando con más fuerza, haciéndole perder el control de sus sentidos. De manera automática pisó el freno y el vehículo se detuvo bruscamente, como si fuera detenido por una fuerza invisible. Su corazón latía desbocado y la confusión se apoderó de él. Atónito, abrió la puerta y salió del automóvil, pero al poner un pie en el suelo, lo que vio lo dejó helado. Allí, en medio de la carretera, se encontraba el carbunco, el perro negro de mirada aterradora, el mismo ser infernal del que tanto se hablaba en Otavalo, cuyas leyendas inundaban las conversaciones de los habitantes de la ciudad. El hombre, paralizado por el miedo, se quedó sin palabras, observando aquella figura oscura que parecía más una sombra viviente que un ser tangible. La luz parecía emanar de la estrella en su frente, intensificando el terror de su presencia.

En un intento por liberarse de la visión aterradora, subió rápidamente a la camioneta y, sin pensarlo dos veces, pasó por encima del animal con las llantas delanteras. El vehículo casi se voltea, pero logró controlar el volante y mantener el rumbo. Temeroso, se bajó para verificar la muerte del can, pero al hacerlo, no encontró ningún rastro del carbunco. No había sangre, ni huellas. El perro había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Confuso y desconcertado, el hombre reanudó su viaje, pero a los pocos minutos, vio nuevamente al animal. En esta ocasión, el carbunco se encontraba en medio de la carretera, desafiando al conductor. El hombre, furioso y aterrorizado, aceleró el vehículo y volvió a pasar sobre el cuerpo del perro. Esta vez, el sonido del impacto fue más fuerte, pero cuando se bajó para asegurarse de la muerte del can, otra vez no encontró rastro alguno del perro.

Con la tensión acumulándose, el hombre decidió seguir conduciendo. Pero, como si fuera una maldición, a los pocos minutos volvió a ver al carbunco. Esta vez, el perro estaba sentado cerca de una peña, como si estuviera esperándolo. "Esta vez no fallaré", se dijo a sí mismo, mientras apretaba el volante con firmeza. El miedo lo invadía, pero su determinación era más fuerte.

Cada vez que el carro se acercaba al animal, este retrocedía y se alejaba más, como si jugara con él, conduciéndolo hacia lo desconocido. "¡Qué pasa!", exclamó con angustia. "¡Madre mía, Virgen de la Dolorosa, ayúdame!", alcanzó a decir.

Estas palabras, llenas de desesperación, fueron su salvación. En ese preciso momento, la Virgen Dolorosa, en su misericordia, escuchó su súplica. De repente, el vehículo se detuvo abruptamente, justo cuando iba a caer por el precipicio. El carbunco, que había estado jugando con la vida del hombre, desapareció en la oscuridad, dejando una sensación de paz en el aire. La carretera, que antes parecía estar llena de peligros y sombras, ahora se mostraba tranquila, como si nunca hubiera ocurrido nada.

El hombre, temblando de miedo y gratitud, levantó la mirada hacia el cielo. Con el corazón aún acelerado, comprendió que, aunque la pesadilla había quedado atrás, jamás olvidaría la mirada feroz del perro infernal ni la luz cegadora de la estrella en su frente. Fue entonces cuando sus labios, casi sin pensarlo, susurraron un agradecimiento a la Virgen María,  que había respondido a su desesperación. A partir de esa noche, entendió que hay fuerzas en el universo que escapan a la razón humana, y que, en ocasiones, lo único que se necesita para superar la oscuridad es un acto de fe, un suspiro de esperanza en medio del abismo. 

 

 

Informante

 

1 Ángel Rueda Encalada (Otavalo: 1923-2015) fue un autodidacta que impulsó la modernización de la ciudad de Otavalo y logró cambios enormes para su ciudad, como la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la construcción de la Cámara de Comercio, la reparación del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis. Por décadas fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Fue fundador de varias instituciones de la ciudad, de donde desplegó su actividad a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó para ella y fue su Presidente Vitalicio.

 (M. Esparza, presidente de la Cámara de Comercio de Otavalo, comunicación personal, julio 12, 2015).

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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