La carretera estaba desierta, envuelta en una oscuridad densa y sobrecogedora. El viento soplaba con fuerza, helando los huesos del joven, mientras el reloj marcaba la medianoche. Recordó en ese instante las advertencias de su madre, palabras que le resonaron en la cabeza como si las estuviera escuchando por primera vez: “A las doce de la noche, el mundo de los vivos y el de los espíritus se unen. No es momento para que un cristiano ande fuera de su hogar y menos si ha bebido. El diablo siempre está al acecho, esperando el momento para llevarse a los imprudentes”.
Por un momento quiso regresar a su casa, diciéndose a sí mismo que la diligencia podía esperar, que tal vez no era el negocio de su vida. Pero, se quedó inmóvil, pegado al suelo. Si regresaba a la casa, su madre le iba a decir de todo, hasta podía echarlo del lugar, porque ya le había advertido que no tomara ni una sola gota. Imposible, se dijo, no valía la pena terminar durmiendo en la puerta de la casa o peor, en la vereda y con el frío que hacía.
De repente, a lo lejos, divisó algo: unas luces que se encendían y apagaban a gran velocidad. Un auto negro se aproximaba rugiendo por la carretera, con las luces parpadeantes y el sonido de la bocina resonando en el aire como si estuviera alertando a todo Otavalo de su llegada. El vehículo era imponente, grande y lujoso, muy diferente de los carros comunes. El sonido de su claxon era tan ensordecedor que casi parecía sacudir la misma tierra. En ese instante, el joven creyó que su suerte había cambiado. “Qué suerte”, se dijo a sí mismo, casi saltando de la emoción, aunque no lo hizo, temiendo que el mareo le hiciera caer.
Apenas pensó en alzar el brazo para hacer señas al conductor, cuando notó que no era necesario. El auto se detuvo justo a su lado, con una precisión escalofriante. La puerta del vehículo comenzó a abrirse lentamente y el joven, con una mezcla de alivio y ansiedad, se preparó para subir. Sin embargo, cuando estaba a punto de hacerlo, sintió una fuerza repentina que lo apartó del auto. Una mujer que había aparecido de la nada lo empujó con tal violencia que el joven cayó pesadamente al suelo. El golpe fue tan fuerte que le despejó por completo la borrachera y en ese instante de claridad, se dio cuenta de que algo extraño acababa de suceder.
Tumbado sobre el asfalto, el joven levantó la vista justo a tiempo para ver cómo el vehículo negro, que un momento antes parecía tan real, comenzaba a desvanecerse en la oscuridad de la noche, como si nunca hubiera estado allí. Con el corazón acelerado y un nudo en el estómago, escuchó una suave y delicada voz susurrar cerca de su oído: "Por la Señora, te salvaste". Esa voz, etérea y angelical, no dejaba lugar a dudas de que una fuerza sobrenatural lo había protegido.
Aterrado y temblando, el joven se levantó lentamente. Se quedó de pie, inmóvil, bajo el cielo nocturno, sintiendo el viento frío en su rostro. Elevó la mirada al firmamento y, con el corazón rebosante de gratitud, comprendió que la Virgen María había intervenido para salvarlo del que, sin duda, era el mismo demonio, que había venido a buscarlo en aquella noche oscura. En silencio, rezó agradecido por haber sido librado de un destino más aterrador de lo que jamás habría podido imaginar. Desde entonces, aquel joven nunca olvidó las advertencias de su madre, ni volvió a subestimar el poder de lo desconocido en las horas más sombrías de la noche.