EL CORTEJO FÚNEBRE
Fuente oral: Luis Ubidia1
Recopilación: Dorys Rueda
Otavalo, 1985
 

 

Hace muchísimos años, un habitante de la comunidad de Espejo solía viajar a Otavalo para divertirse. Iba de cantina en cantina, tomaba un trago por aquí y otro por allá. En la madrugada, regresaba caminando hasta su casa, sin poder sostenerse en pie. Su madre, angustiada, no podía dormir hasta que su hijo llegara. Siempre le decía que no se hiciera tarde, porque la Caja Ronca podría sorprenderle por el camino. En la ciudad, se hablaba de una procesión de almas en pena que deambulaba por todo lado, haciendo un ruido infernal.

En cierta ocasión, el joven había bebido más de la cuenta, más que otras veces, por lo que sus amigos le pidieron que se quedara a dormir en Otavalo, que no se fuera a Espejo, porque era muy peligroso ir a pie a medianoche, que podía ocurrirle algún percance. Sin embargo, convencido de su capacidad para enfrentar cualquier adversidad, incluso bajo los efectos del alcohol, el hombre no les prestó atención. Con una risa desenfadada y una despedida alegre, emprendió el regreso por la calle Bolívar, confiado y con el paso tambaleante.

La noche estaba particularmente oscura, el cielo cubierto de nubes gruesas ocultaba la luna y las estrellas, dejando solo las luces intermitentes de las farolas para guiar su camino. El silencio de la madrugada solo se rompía por sus propios pasos, que resonaban con un eco sordo en las calles vacías de Otavalo.  Avanzaba, ignorando las advertencias de sus amigos y las preocupaciones que su madre siempre le expresaba.

El muchacho, cuando caminaba, jamás regresaba a ver a ningún lado, pero en esta ocasión, apenas había salido a la carretera, camino a Espejo, alcanzó a escuchar unas voces y una melodía lastimera espeluznante. Entonces, regresó a ver y se detuvo en seco, al mirar una procesión que salía también de Otavalo. Todos eran varones, vestían de negro y los abrigos pobres que llevaban puestos rozaban el suelo, produciendo un sonido muy particular. Caminaban lento, de manera acompasada, como si les pesara hacerlo, como si llevaran una carga en sus pies. Entonaban canciones que nunca había escuchado, que le ponían los pelos de punta. Llevaban en sus hombros un ataúd bien iluminado, con una fotografía en el centro.

Al final de la procesión, venían dos hombres encapuchados, a los que no se les veía ninguna parte del cuerpo. Eran los que tocaban la flauta y el tambor. Precisamente, el golpeteo del tambor y el ruido de la flauta le aterrorizaban, al punto que se le pasó la borrachera en un segundo. Pensó, entonces, que las advertencias de su madre se habían hecho realidad: estaba ante la procesión de las ánimas. Un frío intenso le recorrió el cuerpo.

Venciendo el miedo, pero sin poder contener su curiosidad, se atrevió a preguntar a uno de los hombres quién era el muerto. El hombre, con una sonrisa diabólica, le respondió: “David Salazar era su nombre” y siguió caminando con el cortejo. El joven se quedó paralizado del terror, pues ese era su nombre, se llamaba David Salazar. Angustiado, se dirigió a un segundo individuo del grupo para preguntarle quién era el muerto. Al igual que el primero, este, después de soltar una carcajada maléfica, le respondió: “David Salazar era su nombre” y luego se unió al desfile.

Al borde del colapso, el muchacho se armó de valor para detener a un tercer hombre y preguntarle quién era el muerto. Este le miró fijamente, sus ojos destellaban fuego y después de soltar una carcajada diabólica, le contestó: “A David Salazar vamos a enterrar” y rápidamente se unió a la procesión.

El hombre, muerto de miedo y casi sordo por los golpes del tambor y el ruido de la flauta, llegó a Espejo, al mismo tiempo que la procesión. Solo entonces, dejando de lado el pánico, se dirigió al ataúd para ver la fotografía del muerto y cuando alcanzó a verla, se dio cuenta de que se trataba de su propio retrato. En ese mismo instante, cayó muerto al suelo, echando espuma por la boca, mientras la comitiva fúnebre, con tambor y flauta, desaparecía misteriosamente entre la oscuridad, dejando un eco sombrío que resonaba por el pueblo.

 

 

1 Luis Ubidia (Otavalo: 1913-2000)

 

Luis Ubidia fue un distinguido maestro que inició su carrera docente en 1935 en la escuela Cristóbal Colón, en San Pablo de Lago. Posteriormente, pasó a la escuela 10 de Agosto en Otavalo, donde había cursado su educación primaria. En 1936, se trasladó a Quito para trabajar en la Anexa del Normal Juan Montalvo. Tras una larga y fructífera labor como profesor, en 1970 se acogió a la jubilación. Desde entonces, se dedicó a escribir en medios de comunicación de la provincia de Imbabura, siempre con un enfoque de justicia y rectitud en los temas locales de Otavalo. Además de su contribución como articulista, escribió artículos de investigación científica y poesía. A lo largo de su vida, publicó 28 trabajos.

(Hilda Ubidia, comunicación personal, 14 de enero de 2016).

 

 

 

Portada: elrincondelabruja-carmen.blogspot.com

Visitas

003892753
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
1288
2802
18019
3852311
64194
69214
3892753

Your IP: 40.77.167.19
2024-11-23 11:26

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en