
Hace muchísimos años, cuando la neblina de las madrugadas aún se confundía con las almas en pena y los caminos eran oscuros y solitarios, un joven habitante de la comunidad de Espejo, de nombre David Salazar, solía viajar hasta Otavalo cada fin de semana en busca de diversión. Allí, bajo las luces tenues de las cantinas de la calle Sucre, se entregaba al trago con la ligereza de quien no conoce el miedo. De cantina en cantina, pedía un aguardiente aquí, un canelazo allá. Reía, bailaba, cantaba a gritos, como si el amanecer no fuera a llegar jamás.
Pero cuando la fiesta terminaba, siempre regresaba caminando por la carretera hacia el Espejo, tambaleándose, hablando solo, abrazando árboles como si fueran amigos. Su madre, una mujer de fe y de intuición fuerte, no dormía hasta escucharlo abrir la puerta. Sentada en la penumbra de su cocina, con una vela encendida, rezaba cada noche por él y le repetía, casi como un mantra:
—No te hagas tarde, hijo, que la Caja Ronca podría salirte al paso y no hay oración que te salve si te topas con ella.
La Caja Ronca. Así le decían a una antigua procesión espectral, un cortejo de almas en pena que, según se contaba, recorría los caminos de Otavalo y sus alrededores llevando consigo un ataúd misterioso. Nadie sabía con certeza cuándo aparecía, pero todos sabían que mirar aquella comitiva de frente era una sentencia.
Los más viejos aseguraban que el sonido que anunciaba su paso era inconfundible: una flauta de tono agudo, penetrante y un tambor que golpeaba como si cada latido fuese el de un corazón maldito. De ahí su nombre. Porque la caja —el tambor— no retumbaba como las normales. Esta era ronca, pesada, como si saliera de ultratumba. Y quien la oía, si tenía pecados —y todos los tenemos—, no vivía para contarlo.
Una noche de luna encapotada, David bebió más de lo habitual. Las risas en la cantina ya no le hacían gracia. Tenía los ojos vidriosos, la lengua suelta y el juicio nublado. Sus amigos, preocupados, le dijeron:
—Quédate a dormir, loco, no te vayas a dormir a tu casa. Esta noche se siente rara. Mira esa neblina, mira el silencio. Algo se va a mover.
Pero David, testarudo, se echó a reír, dio un portazo y salió campante por la calle Bolívar, rumbo a la salida de Otavalo, directo al camino que llevaba a Espejo. Caminaba con la valentía de los que creen que todo es cuento, hasta que el cuento los alcanza.
Había caminado apenas unos metros cuando escuchó algo que jamás había oído: una melodía lastimera, como un canto de funeral sin palabras. Se detuvo. La neblina lo rodeó como un velo. Los árboles parecían inclinarse, susurrando advertencias que no lograba entender.
Entonces, volteó la mirada y allí estaban.
Desde el centro de Otavalo, surgía una procesión de hombres vestidos de negro, todos enlutados, con sombreros oscuros y abrigos que arrastraban por el suelo como si fueran cadenas. El roce de las telas creaba un sonido rítmico, fúnebre, como si el mismísimo tiempo caminara con ellos.
Marchaban lentos, muy lentos. Los rostros eran pálidos y los ojos parecían vacíos. Llevaban en hombros un ataúd iluminado, con velas que no se apagaban pese al viento. En el centro del ataúd, una fotografía resplandecía con un marco dorado.
El corazón de David palpitó con fuerza. El alcohol parecía haberse evaporado de su sangre. Quiso correr, pero sus piernas no respondían. Quiso gritar, pero el aire le faltaba. Solo atinó a hacer una pregunta, impulsado por la desesperación:
—¿Quién es el muerto?
Uno de los hombres, de rostro gris y sonrisa torcida, giró hacia él y dijo con voz hueca:
—David Salazar era su nombre.
David retrocedió. Un sudor helado le recorrió la espalda. Era una coincidencia, se dijo. Solo una broma del destino.
Buscó la mirada de otro hombre de la procesión y repitió su pregunta. Este, soltando una carcajada que parecía un alarido, respondió:
—David Salazar era su nombre.
Las piernas de David flaquearon. Sus ojos giraban en todas direcciones, buscando una salida, un consuelo, una explicación. Con lo poco que le quedaba de fuerza, se acercó al tercero y preguntó con voz temblorosa:
—¿ A quién van a enterrar?
El hombre lo miró con ojos como brasas, se acercó lentamente y respondió:
—A David Salazar vamos a enterrar.
Después, se dio media vuelta y se unió a la marcha, como si nada hubiese pasado.
David no sabía si llorar, correr o caer desmayado. El sonido de la flauta y el tambor se hacía cada vez más fuerte, golpeándole los oídos como martillazos. El aire olía a tierra húmeda, a cera derretida, a muerte.
Avanzó como pudo hasta llegar a Espejo. La procesión le seguía, sin apurarse, pero sin detenerse.
Cuando el joven llegó al pueblo, el cortejo se detuvo. Entonces David, con una mezcla de valentía y desesperación, se acercó al ataúd. Quería ver, necesitaba confirmar que todo era mentira, que los muertos no cargaban fotos de los vivos.
Y allí estaba su rostro. Enmarcado, sereno, con los ojos cerrados. Una copia exacta de su última fotografía, la que su madre tenía en la sala.
David soltó un grito ahogado. Dio un paso atrás. La flauta y el tambor callaron. La procesión entera se quedó quieta. Y en ese instante, cayó al suelo echando espuma por la boca.
Los habitantes del Espejo lo encontraron al amanecer. Tenía los ojos abiertos, pero vacíos y el gesto congelado en una mezcla de terror y asombro. Nadie entendía qué le había pasado. Nadie, excepto su madre, que, al ver el cuerpo de su hijo, no dijo nada. Solo encendió una vela más y murmuró, con voz quebrada:
—Te lo advertí, hijo mío. La Caja Ronca no perdona.
Desde entonces, cuando alguien osa desafiar las advertencias de los mayores, basta con recordar la historia de David Salazar. Y aunque muchos la toman como leyenda, los más ancianos aseguran que, en ciertas noches de neblina espesa, aún se escucha la Caja Ronca retumbar en los caminos, buscando al siguiente retrato.
1 Luis Ubidia (Otavalo: 1913-2000)
Luis Ubidia fue un distinguido maestro que inició su carrera docente en 1935 en la escuela Cristóbal Colón, en San Pablo de Lago. Posteriormente, pasó a la escuela 10 de Agosto en Otavalo, donde había cursado su educación primaria. En 1936, se trasladó a Quito para trabajar en la Anexa del Normal Juan Montalvo. Tras una larga y fructífera labor como profesor, en 1970 se acogió a la jubilación. Desde entonces, se dedicó a escribir en medios de comunicación de la provincia de Imbabura, siempre con un enfoque de justicia y rectitud en los temas locales de Otavalo. Además de su contribución como articulista, escribió artículos de investigación científica y poesía. A lo largo de su vida, publicó 28 trabajos.
(Hilda Ubidia, comunicación personal, 14 de enero de 2016).